El estado contemporáneo y la violencia política ¿Desaparición, retroceso o transformación?.

AuthorLiosday Landaburo y Daniel Sansó-Rubert Pascual
Pages205-221
EL ESTADO CONTEMPORÁNEO Y LA VIOLENCIA
POLÍTICA. ¿DESAPARICIÓN, RETROCESO O
TRANSFORMACIÓN?
Magíster Liosday Landaburo
Profesor de Relaciones Internacionales
Universidad Internacional del Ecuador (UIDE)
Dr. Daniel Sansó-Rubert Pascual
Profesor de Ciencia Política
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)
DOI: 10.14679/2429
Liosday Landaburo y Daniel Sansó-Rubert Pascual
1. INTRODUCCIÓN
En el año 1961 se realizó en Israel el juicio público a Adolf Eichmann, uno de los cri-
minales nazis detrás de la llamada “Solución Final”. Bajo esa terminología, la Alemania de
Hitler asesinó a millones de judíos en los campos de exterminio. En el comportamiento
de Eichman, la lósofa Hannah Arendt (2013, pp. 84) encontraba un tipo de razón prác-
tica kantiana, a la hora de señalar que “gran parte de la horrible y trabajosa perfección en
la ejecución de la Solución Final (…) se debe a la extraña noción (…) de que cumplir las
leyes no signica únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las
leyes que obedece”. Detrás de esa gestión, que parecería “obra característica del perfecto
burócrata”, comprobamos el concepto de banalidad del mal que Arendt (2013) plantea en
su libro Eichmann en Jerusalén. Un Estado genocida con un agente que supone que cum-
ple con su deber experimenta “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las
palabras y el pensamiento se sienten impotentes” (Arendt 2013, pp. 151).
En 1994, el mundo hiperglobalizado observó estupefacto el genocidio que ocurría
en Ruanda. La separación insalvable entre hutus y tutsis tenía larga data, como parte del
triste legado del colonialismo (Rodríguez Vázquez, 2017; Gruber, 2021). En cuestión de
semanas, entre 500 000 a 1 000 000 de tutsis fueron asesinados. Los gestores de la masa-
cre fueron “las milicias y las fuerzas armadas, también civiles que se ensañaron con otros
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civiles. El genocidio fue organizado detalladamente por, entre otros, altos funcionarios
del Gobierno y dirigentes del partido en el poder” (ONU, 2022).
Para la magnitud de los acontecimientos, otra vez detectamos la efectividad de una
estructura gubernamental en llevar adelante actos de lesa humanidad. “La táctica de los
genocidas consistía en reunir a la gente en sitios cerrados y sin escapatoria, como esta-
dios deportivos e iglesias, para eliminarla” (Rodríguez Vázquez, 2017, pp. 6). La práctica
del exterminio se apoyó en especial de la manipulación de Radio Ruanda, así como de
la cadena privada RTLM (Reyntjens, 2019). A través de los medios se incitaba a cometer
estos crímenes, e incluso se ofrecían instrucciones especícas para llevarlos a cabo. No en
balde, Francis Fukuyama (2016, pp. 64-65) alertó de que solo dos especies de animales, a
partir de un sistema territorial agresivo, asaltan “comunidades vecinas en busca de ene-
migos vulnerables a los que atacar y matar”: los chimpancés y los seres humanos.
Los acontecimientos de extrema violencia aún nos acompañan, a pesar del futuro de
estabilidad vaticinado con la llegada de la modernidad (Mazower y Sanchis, 2005). El
siglo XX, con sus guerras mundiales, inspiró a Eric Hobsbawm (1996) el término de la
“era de las catástrofes”. A pesar de ser solo una etapa del tríptico en el que el historiador
británico analiza los últimos 100 años, existe una relación cuestionable entre violencia y
política. Étienne Balibar (2014, pp. 48) considera que “en el proceso real de la política y
de su historia, la violencia hace parte de las condiciones, los medios y, en consecuencia,
hace parte de los nes, porque los nes son inmanentes a los medios, o terminan siéndo-
lo”. Bajo el manto soberano, el Estado tiene la supremacía para concretar la dominación
política y el monopolio legítimo de la violencia a través de un tipo de contrato social que
forma con los ciudadanos estableciendo una racionalidad legal (Weber, 1964).
Según Hobbes (2013), el n del Estado, es decir, del Leviatán, consistía en procurar la
seguridad física de los súbditos. Para John Locke (2000) consistía en asegurar el derecho
a la vida, a la libertad y a la propiedad de los individuos. ¿Qué herramientas tiene a mano
el Estado para hacer valer sus competencias? ¿Hasta dónde llega el respeto normativo? En
la práctica política, el desarrollo del Estado democrático de derecho se produce en medio
de las dicultades para delimitar hasta donde llega el paraguas de la “razón de Estado”.
Estados contemporáneos, de derecho y democráticos, con relativa frecuencia, en su ac-
tuación oscilan entre luces y sombras.
Del vocabulario político no han desaparecido expresiones tales como “interés de Es-
tado”, “cuestiones de Estado, “sentido o falta de sentido del Estado. Nada tendría de
particular el uso de estas expresiones si no fuera porque, en ocasiones, sirven para en-
volver y excusar acciones políticas turbias, y que espontáneamente provocan rechazo a la
conciencia cívica democrática. Por ello, Rafael Del Águila (1995) arma que “pese a las
múltiples interpretaciones torcidas que de ella se hacen, la razón de Estado sigue viva”. Lo
que se pretende en última instancia es la seguridad, estabilidad, independencia y libertad
de la comunidad política constituida (López Calera, 1986).
Entonces, “las acciones políticas transgresoras se justican mediante una referen-
cia argumentativa última: la autoprotección… la supervivencia de la comunidad” (Del
Águila, 2000, pp. 100). Por supuesto, la supervivencia se desea para alcanzar nes “más
elevados”, aquellos con los que se identica la comunidad y que no serían posibles si no

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