La pretensión de reforma de la administración de justicia hasta el Código Civil

AuthorAlberto Iglesias Garzón
Pages71-133

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Desde el absolutismo previo a la Ilustración hasta a la proclamación del Código Civil, que daría pie más adelante a la escuela jurídica «de la exégesis», existe una pretensión compartida de someter a los jueces a las leyes del soberano. Esta pretensión es la base de la elaboración del Código Civil de 1804, de la enseñanza de un Derecho francés y del cambio de paradigma filosófico jurídico expresado claramente en el segundo tercio del siglo XIX.

La fuerte contraposición entre el Antiguo régimen y la Revolución merece ser matizada en lo referente a la construcción y fortalecimiento de las instituciones y el Derecho del Estado1. Como apuntó Gómez Arboleya «la tarea [de unificar políticamente al Estado] es transmitida sin solución de continuidad por la monarquía a la República»2. Para ello se deben tener en cuenta las similitudes existentes entre los intereses de

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ambos modelos que son, tal vez, previos a las diferencias y que se sitúan en el marco de la efectividad del poder y de la simplificación del Derecho3. Estas similitudes son elementales pero aptas para afirmar que hay cierta pretensión de reforma, dirigida en el mismo sentido en ambos periodos y que se sitúan, como una cuestión vital para la formación del Estado, por encima de las grandes mutaciones que supone el pasar de un mode-lo político despótico y teocrático a uno democrático y secular. Las similitudes son, esencialmente, la voluntad firme de impedir que los jueces desempeñen un papel político que obstaculice la aplicación de la legislación emanada del poder soberano y, por otro lado, conseguir que, correspondiendo con su ámbito funcional, éstos apliquen la norma adecuada al caso sin dilaciones y sin abusos.

La pretensión de reforma se plasma en algo más que en la pretensión de someter al juez a la ley, cuestión que podría hacerse de forma puntual apenas sin problemas. La pretensión adquiere a su significado cuando se toma como lo que es, el núcleo de un proceso de adaptación del aparato judicial al mundo moderno, en el que el Derecho divino de los jueces queda relegado ante el Derecho divino de los reyes4. En el

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siglo XVIII, la doctrina es ya claramente defensora de un juez dependiente del monarca. La desobediencia atenta contra la misma soberanía5. La función del juez se considera integrada en el Estado siendo una parte del mismo y no una unidad autónoma de justicia6. La legitimidad de la función de juzgar, orquestada por la ley divina, es monopolizada por el monarca7.

Será él quien medie entre la función ordinaria del magistrado y el mandato divino que ampara los juicios humanos8. En

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ampliar el alcance de esta mediación se concentran los esfuerzos de los autores, sobre todo a partir del siglo XVII cuando ya apenas aparecen autores que se refieran a la capacidad jurisdiccional del juez sin hacer apelación a la mediación del monarca entre el Derecho divino y el Derecho humano.

La pretensión de reforma de la administración de justicia se resume en la construcción de un sistema que, de forma automática y genérica, impida que los jueces puedan vulnerar la legislación regia. Se trata de armar un sistema de recursos y de acceso a los cargos de judicatura que garantizase la fidelidad del juez a la ley del soberano y no a intereses particulares o de la instancia política a la que pertenezca el juez. Esta pretensión se concentra en el Antiguo régimen en torno a la reforma y merma del poder de los Parlamentos9. Ello es el resultado tanto de resultar éstos la cúspide del sistema de recursos como de ostentar la capacidad de juzgar en equidad, sin atender a la normativa del monarca. Charles Figon en su libro Discours des Estats et Offices, tant du gouvernement que de la Justice & des finances de France de 1608, recoge esta tradición muy claramente:

[El parlamento] Es el principal consistorio del Príncipe, primer gran tribunal & capital de la provincia, donde está instituido para administrar la justicia a cada uno por medio de la equidad, moderando el rigor de la ley según el tiempo, la materia y la cualidad de las personas

10.

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En efecto, la necesidad de proceder a la reforma de la Administración de Justicia corre paralela con al auge del centralismo y posterior absolutismo y es ya patente en el siglo XVI con los escritos de Michel De L’Hospital, quien la muestra como un elemento político incómodo para el poder11. En general, la monarquía se había mostrado incapaz de llevar a cabo la reforma de la Administración de justicia por varios motivos que se entretejen entre intereses políticos, económicos y constitucionales. Se asiste a una lucha por la jurisdicción que resultaría ser, solapadamente, una lucha por la soberanía.

Es precisamente Bodino un fiel referente de la visión monárquica sobre la pretensión de reforma. Él mismo indicó en el libro III, capítulo IV, titulado de los magistrados, de Los seis libros de la República que el juez le debe obediencia al soberano abriendo la consideración acerca de que los jueces podrían estar incurriendo en algún tipo de desobediencia si dejan de aplicar las leyes del soberano12. La construcción de la idea de desobediencia se pretende limitar a la ley del soberano, dejando de lado la consideración, hecha hasta entonces por parte de los magistrados, acerca de si la ley del mismo era justa o no y si merecía ser aplicada o no. Se establece uno de los principales pasos en la larga marcha hacia el control de la jurisdicción, la de evitar que el juez juzgue la bondad y equidad de la ley del soberano. Doctrinalmente la principal tarea del juez no es ya la de juzgar la ley y su conformidad con la equidad o la justicia natural. La desobediencia se declarará progresivamente a través de los dogmas de no acatar la ley de Dios a no acatar la ley del príncipe, como sostiene ejemplarmente LaMare en un contexto, el de cambio del siglo XVII al XVIII, en el que los autores apenas hablan de los jueces sin hacer referencia

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previa al soberano: «Cuando se han establecido Leyes, los magistrados deben ceñirse a ellas y estar atentos de que no sean violadas»13. Precisamente el periodo que vive LaMare se identifica por ser un periodo rico en la doctrina que trata de embridar a los jueces a las leyes. En efecto, es en los muchos textos previos pertenecientes al periodo monárquico entre los que figura el Espíritu de las Leyes de Montesquieu como un claro exponente, donde se sitúa tradicionalmente el origen de dicha pretensión, que recorre todo el periodo monárquico, como muestran el mencionado Hôpital, Domat ya en el siglo XVII y Lamare, Frain du Tremblay, Fournier y D’Aguesseau en el XVIII por citar sólo a algunos. Montesquieu es quien integra la idea en una visión más general del Derecho, haciéndose por ello más conocido quizá al haber acuñado su expresión más representativa y citada:

Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes

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Está la pretensión presente en todo momento en los mu chos textos que pretenden acabar con la figura del juez arbitrario. La nueva generación de juristas que escriben a favor del rey y, veladamente, en contra del Derecho divino de los jueces se ha criado al amparo del racionalismo, que amparó la intervención del monarca en el Derecho. Es éste un periodo de profundo absolutismo en el que Luis XIV, además, establecería el inicio

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del estudio del Derecho civil francés. El primero en escribir en este sentido y que, inaugura, por así decirlo, la época de alteración de la función judicial es Jean Domat en su obra El Derecho Público, continuación de las Leyes Civiles en su Orden Natural de 1697. Por mencionar otros ejemplos, cabe citar a D’Aguesseau, discípulo de éste último, quien dirá:

En vano tratan los jueces de disfrazar su revuelta contra la ley bajo el velo engañoso de la equidad. El primer objeto del legislador, depositario del espíritu de la ley, la equidad no puede nunca ser contraria a la ley misma. Todo lo que hiere esta equidad, verdadera fuente de todas las leyes, no resiste la justicia. El legislador lo habría condenado, si lo hubiese podido preveer; y si el magistrado, que es la ley viva, puede completar el silencio de la laguna de la ley, no es para combatir la ley es, al contrario, para completarla y hacerla más perfecta. […] De esta forma, a menudo a la autoridad de la justicia no tiene mayor enemigo que la cabeza del magistrado

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Frain du Tremblay dirá en un intento por conjugar el Derecho divino de los jueces con la existencia del soberano:

La Escritura nos enseña que los jueces son Dioses y que sólo al juicio de Dios le corresponde esencialmente el derecho de juzgar a los hombres

y «[…] si me preguntaran cual es el mayor bien de la sociedad, respondería: un buen magistrado; y si me preguntasen qué hace un magistrado bueno, respondería que hace tres cosas: la observación de la ley, la segunda la observación de la ley y la tercera, también la observación de la ley. […] Porque, al final, si el magistrado falla en la obediencia que le debe al soberano al no guardar la ley y [sabemos que este es] el fundamento de la obediencia que le debe el pueblo, [puesto que] es la voluntad del

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soberano quien le ha establecido como juez para juzgar al pue blo según la ley ¿no es injusto pretender que el pueblo le obedezca?16

.

Como se ve, parte este autor de la noción tradicional del juez, considerado como Dios en la tierra, al igual que el soberano, pero inmediatamente a continuación establece que lo que debe hacer un juez, en cumplimiento de esa función, es some-terse y...

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