?Que paso, Tio Sam? Los Estados Unidos y America Latina despues del 11 de septiembre.

AuthorHeine, Jorge

La seria crisis económica y de gobernabilidad que está comenzando a afectar a América Latina, y especialmente a Sudamérica, pone sobre el tapete el tema de la política que ha aplicado Estados Unidos hacia la región durante el gobierno del presidente George W. Bush. Distinguiendo entre un "antes" y un "después" del 11 de septiembre, y situando la política hemisférica de la administración Bush en el marco más amplio de los debates al interior del Partido Republicano y la comunidad académica acerca de cómo los Estados Unidos deben asumir su hegemonía en este mundo unipolar, este artículo subraya el cambio que se da entre una etapa y otra. Mientras que al comienzo el gobierno del presidente Bush dio todo tipo de indicaciones de estar comprometido con una política interamericana que avanzara hacia las metas fijadas en las distintas cumbres de las Américas, después del 11-9 ha ocurrido todo lo contrario. La política seguida hacia Argentina, Venezuela, Brasil, México y Chile, entre otros casos, indica un serio retroceso en los compromisos con las causas del libre comercio y la democracia en el hemisferio. Ello hace surgir dudas respecto de que seguir insistiendo en proyectos como el ALCA sea el curso más razonable para los países de la región.

**********

Por una de esas curiosas coincidencias de la historia, el 11 de septiembre de 2001 fue también el día en que se reunían en Lima los Cancilleres de las Américas para ratificar la Carta Democrática, formalizando el compromiso con esa forma de gobierno en la región, en un documento que daba seguimiento a la Declaración de Santiago de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en 1991 (1). De más está decir que el Secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell, no pudo dedicar demasiado tiempo esa mañana a compartir con sus colegas del hemisferio, debiendo retornar de inmediato a Washington.

A las pocas semanas, los países latinoamericanos, invocando el hasta hace poco cuestionado Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR), le daban su pleno respaldo a los Estados Unidos en su acción contra el terrorismo global. Aun países tradicionalmente cautos en todo lo que pueda ser visto como un "alineamiento automático" con Washington, como Brasil, estuvieron a la vanguardia de esa iniciativa, plegándose a la "gran coalición" que los Estados Unidos conformaron en su lucha contra Al Qaeda y el gobierno talibán en Afganistán.

En esos momentos, muchos creyeron ver una gran "ventana de oportunidad" para América Latina en el escenario internacional. Si bien se podría esperar un impacto económico negativo inicial debido a la baja generalizada que afectada a la economía mundial, y especialmente al turismo y a las líneas aéreas, en un cuadro dominado por la acción devastadora de un grupo fundamentalista islámico basado en Asia Central, financiado desde Arabia Saudita, entrenado en Europa y con acciones previas en África, América Latina aparecía como un verdadero "oasis de tranquilidad", casi la única región del mundo no involucrada en las acciones de Al Qaeda, y, dada la ausencia de una población musulmana significativa, con poco potencial para serio en el futuro. En un mundo hostil, la región aparecía como un bastión de regímenes proclives a los Estados Unidos, dispuestos a jugarse por la defensa de los valores de "Occidente", en el "choque de civilizaciones" que se avecinaba (2).

Y mas allá de la coyuntura internacional, las condiciones parecían estar dadas para un salto cualitativo en la situación de la región. Por vez primera en muchas décadas, la democracia imperaba en 34 de los 35 países del continente. Las distintas Cumbres de las Américas, por otra parte, anunciaban el compromiso con un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) para el año 2005, algo ratificado personalmente por el presidente George W. Bush en el tercero de estos encuentros, realizado en Quebec en abril del 2001 (3). Tanto el imperativo democrático como el del libre comercio, tan propios de esta era de la globalización, aparecían a buen resguardo en el hemisferio, y apuntalando el inicio de una década de progreso, paz y prosperidad, bienes muy escasos en un mundo marcado por las "limpiezas étnicas", los fanatismos religiosos y conflictos con raíces centenarias. Presumiblemente, los propios Estados Unidos serian los mayores interesados en promover la estabilidad política y económica en la región, algo que le permitiría enfrentar sin mayores distracciones los enormes desafíos provenientes del Medio Oriente, Asia Central y del Sur.

Nueve meses después de ese fatídico martes de septiembre, sin embargo, el panorama en América Latina no podría ser más distinto (ni más desalentador) que el que se podría haber esperado de esas optimistas proyecciones (4). Argentina, que a comienzos del siglo XX llegó a estar entre los diez países más ricos del mundo, ha entrado en cesación de pagos de sus compromisos internacionales, en lo que ha sido el inicio de una crisis sin parangón en el Cono Sur en muchas décadas, con la sociedad argentina, tan avanzada y sofisticada en tantos aspectos, batiéndose entre la anomia y la anarquía. Venezuela, aplaudida por cuarenta años como un símbolo de la democracia en Sudamérica, ofrece el lamentable espectáculo de un presidente que aparece como derrocado un viernes, sólo para volver al poder al lunes siguiente.

Y el "arco de crisis" radicado en los países andinos, lejos de despejarse, se ha profundizado: la popularidad del candidato presidencial vencedor en las elecciones de mayo, Álvaro Uribe, se basa, entre otras cosas, en su promesa de movilizar a un millón de efectivos para enfrentar a la guerrilla y al narcotráfico, en un país en que diariamente 80 personas son victimas fatales de la violencia política y/o criminal. Alejandro Toledo, el nuevo presidente del Perú, ha tenido grandes dificultades para remontar los problemas heredados de la década de Alberto Fujimori, y antes de cumplir un año de gobierno, sus índices de popularidad apenas llegan al 26%; Ecuador y Paraguay continúan afectados por una enorme precariedad y fragilidad institucional, algo propio de países en que la mayoría de la población, gran parte de ella indígena, nunca se ha sentido integrada al sistema político, que sigue viendo como muy ajeno y distante de sus necesidades y prioridades.

En este cuadro, sólo cabía rescatar la solidez de las situaciones de Brasil (al terminar los dos cuatrienios de la presidencia de Femando Henrique Cardoso, para muchos el mejor jefe de Estado de Brasil en medio siglo, pero ya afectada por el así llamado "efecto Lula") y de Chile, así como la estabilidad (si bien sin mayores avances) de Bolivia y Uruguay. En todo caso, se trata de un panorama convulsionado, y respecto del cual el gobierno del presidente Bush, lejos de contribuir a estabilizarlo, ha hecho poco por aminorar la crisis de gobernabilidad que está comenzando a afectar la región y, al menos en algunos casos, ha contribuido a agravarla. ¿A qué se ha debido esta curiosa política, no digamos ya de "negligencia maligna", como alguien ha señalado, sino que de tratar de "apagar los incendios con bencina", como a ratos pareciera estar haciendo Washington? Por muy "patio trasero" que se considere a la región, ¿no está el peligro de que el siniestro termine afectando la casa principal?

El propósito de este artículo es tratar de responder a ésas y otras interrogantes, examinando algunos aspectos de lo que han sido los primeros dieciocho meses de la política exterior del gobierno del presidente George W. Bush. En primer lugar, se analizarán las distintas visiones planteadas respecto del papel de los Estados Unidos en la post-Guerra Fría; luego, ello se hará con lo que podría considerarse como la emergente política hemisférica de esta administración, o al menos la que podría colegirse del análisis de una serie de casos en que ella se ha manifestado; el articulo concluye con algunas consideraciones respecto de sus implicaciones para la región en los años venideros, así como para su inserción internacional.

REDEFINIENDO UNA POLÍTICA IMPERIAL

Trece años después de la caída del Muro de Berlín, la hegemonía de los Estados Unidos en el emergente sistema internacional post-Guerra Fría no sólo no se ve amagada por otras potencias, sino que ha pasado a ser abrumadora. Como han señalado distintos historiadores (entre ellos Paul Kennedy, de Yale, que en los ochenta había vaticinado el decaer de la hegemonía de los Estados Unidos), desde la época del Imperio Romano que no se daba una situación de desbalance tan marcado entre uno de los centros de poder y el resto del mundo. El presupuesto de defensa de los Estados Unidos, de unos US$ 350 mil millones de dólares, es superior al de la suma del de los nueve países que lo siguen en materia de gasto militar; y como si ello no fuese suficiente, apenas llega al 3% de su PIB. Ello significa que los Estados Unidos no sólo están en condiciones de equipar y movilizar un maquinaria militar como no ha desplegado país alguno hasta ahora, sino que puede hacerlo con un impacto presupuestario mínimo.

Con un 31% del producto del planeta, habiéndose constituido, para todos los efectos, en la locomotora que arrastra la economía mundial (algo que se hizo especialmente evidente en los noventa, testigos de la mayor fase expansiva del ciclo económico desde la postguerra) y ejerciendo una influencia enorme en la cultura popular de todo el planeta por medio de la...

To continue reading

Request your trial

VLEX uses login cookies to provide you with a better browsing experience. If you click on 'Accept' or continue browsing this site we consider that you accept our cookie policy. ACCEPT