La doctrina Bush y los demonios de la inseguridad.

AuthorRodr
PositionPolitica internacional

Los medios muestran hoy al presidente George W. Bush recorriendo las bases militares de los Estados Unidos en ultramar y promoviendo ante otros líderes del mundo una visión musculada del orden que debiera imperar en el planeta. No fue ésa su imagen durante la campaña electoral. Contrastada con la de su oponente demócrata Al Gore -académico de diálogo fluido con los otros poderosos de la tierra y con experiencia en labores de superpotencia autocontenida-, la del candidato republicano lucía simpática y civil, pero doméstica.

Su cambio de imagen surgió como consecuencia del atentado terrorista del 11 de septiembre, de 2001 (11-S) y no fue simplemente cosmético. Vino para ilustrar un viraje dramático en la política exterior de los Estados Unidos. Uno que, por añadidura, está afectando el sistema internacional, con un prospecto de "guerras preventivas", decididas de manera unilateral y al margen del sistema de seguridad colectiva.

Trataremos de dar cuenta de esta materia, a partir de una hipótesis de situación inicial con "fuga hacia adelante", la teoría tras la guerra antiterrorista, su dinámica adictiva, la crisis eventual de la ONU, la crítica de los intelectuales, la Doctrina Bush, un balance de seguridad interna en los Estados Unidos y una proyección sobre el futuro de Occidente, con acompañamiento de Huntington y Fukuyama.

HIPÓTESIS DE INICIO CON FUGA

Lo primero que el observador supone es que un viraje político tan dramático como el que está operando desde la Casa Blanca implica un complejo y previo proceso de análisis por parte del presidente. Una reflexión histórica, estratégica e internacionalmente ilustrada, que le permita prever no sólo los desarrollos domésticos, sino los efectos a nivel mundial.

Sin embargo, tal proceso no siempre se ha dado en los Estados Unidos. Sea porque la realidad no se preocupa de los espacios para la reflexión o porque el líder no suele ser elegido por sus dotes de analista, las decisiones dramáticas pueden depender de factores más aleatorios. Por ejemplo, de la reacción emocional ante la acción de un enemigo, de la capacidad de influencia de los asesores más cercanos o de ambos factores a la vez.

Así, la decisión para que los Estados Unidos intervinieran en la Segunda Guerra Mundial fue tomada por un Franklin D. Roosevelt universitario, cosmopolita y altamente sofisticado, pero el momentum que le brindó la realidad fue mínimo. El intempestivo ataque japonés en Pearl Harbour, de diciembre de 1941, impuso una acción sobre la marcha. Más tarde, la dura decisión de usar el arma atómica contra Japón fue adoptada, tras un tiempo razonable de reflexión, por el antitético sucesor de Roosevelt. Esto es, por Harry Truman, un dirigente surgido de la clase media rural del Medio Oeste, carente de educación universitaria y, al decir de Henry Kissinger, "producto de la maquinaria política de Kansas City" (1).

Dado que la Historia norteamericana hoy asigna a Roosevelt y a Truman una excelente posición, lo señalado no implica demasiado en términos de "buenos" y "malos" presidentes. Lo que sí permite -y no es poca cosa- es discemir respecto de las posibilidades del entorno presidencial en contextos de alta tensión, a partir de una hipótesis de relación inversa: a menor espacio de reflexión o a menor vocación presidencial para "complejizar" (en el sentido que dan los intelectuales a esta palabra), mayor posibilidad de influencia de su entorno.

Desde esa perspectiva, puede decirse que sólo en la apariencia Roosevelt no tuvo tiempo para decidir. De hecho, su elaboración intelectual ya se había producido y su disposición existía in pectore. Pero Truman, que sí tuvo el tiempo necesario para decidir lo suyo, debió suplir sus supuestas carencias con la asesoría de consejeros civiles y militares. Esto, en el entendido de que ese tipo de asesoría suele ejercerse no sólo mediante "memos" más o menos articulados y registrables. En contextos de apremio histórico, también se ejerce mediante el simple estímulo a las intuiciones del asesorado.

Aplicando lo señalado al actual viraje estratégico norteamericano, podría decirse que la decisión de Bush pareció más impregnada de componentes emocionales genuinos que la de Roosevelt. Esta suposición se funda en que -al margen de la información acumulada y no comunicada por los servicios secretos norteamericanos- el ataque terrorista del 11-S fue menos previsible que el de Pearl Harbour. Bush, por tanto, no podía tener una opción ya procesada o in pectore.

Por eso, para muchos analistas su viraje tuvo un sesgo reactivo simple, propio de un Presidente con poca exposición a las complejidades de la política exterior y dependiente, en alto grado, de la influencia de sus "hombres y mujeres de acción". Es decir, de ese colectivo adjunto al poder presidencial, cuyos rostros oficiales de primera línea corresponden al vicepresidente Dick Cheney, al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, al Fiscal General John Ashcroft y a la asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice.

Por otra parte y a diferencia de Truman, Bush no llegó para seguir la línea trazada por un estadista respetado, como Roosevelt, sino para alterar la línea implantada por un estadista polémico, como Bill Clinton. Sólo que, al intentarlo, comenzó a salir a flote su semejanza curricular con el líder de Kansas. Esa que lo muestra llegando a la Presidencia desde fuera de la elite cosmopolita. En la especie, desde la empresa privada petrolera, un Master en Escuela de Negocios, el metodismo cristiano y la gobernación de un Estado tan peculiar como Texas.

(Vale la pena advertir que ese talante doméstico de Bush ya se hizo aparente durante la campaña electoral. Sus "creativos" trataron, entonces, de mostrarlo con un récord militar medianamente consistente, como aviador de la Guardia de su estado. Quizás pensaron que así compensarían la falta de un currículo con mención de Vietnam. Como se sabe, el diario Globe descubrió serios y no desmentidos errores en dicha información)

Desde tal base, el entonces candidato Bush no pudo disimular que no entendía bien la profundidad del cambio global tras el fin de la Guerra Fría pues, a escala de superpotencia, su mundo era parroquial. Su mayor experiencia en política exterior provenía de la mesa familiar, compartida con su padre ex director de la CIA, ex vicepresidente y ex presidente. Tal vez por eso, sus discursos de campaña eran contenidos. En ellos solía invocar una imagen nacional de fortaleza con humildad, apta para revertir la de "nación arrogante", que concitaba más temor que respeto. Luego, la necesidad de asumir la presidencia por decisión judicial, tras una especie de empate técnico con Al Gore, hizo presumir que rehuiría los virajes importantes o las mutaciones dramáticas. Parecía condenado a vegetar en el bajo perfil internacional, dejando que la pos guerra fría encontrara su propia vía hacia un nuevo orden.

Sin embargo, los acontecimientos del 11-S cambiaron todos los cuadros prediseñados y levantaron los límites impuestos o supuestos. Su carácter espectacular, abrió a Bush -y a sus asesores- la posibilidad de innovar de manera correlativa en materias de política exterior. Y, visto que ni los más prolijos análisis previos contenían una mínima aproximación a lo sucedido, pudo permitirse hasta prescindir de la jurisprudencia política acumulada entre Pearl Harbour y la Guerra del Golfo.

Estuvo, además, el factor personalísimo. Bush, en la confusión del momento, se dejó esconder por los agentes de seguridad, mantuvo al país por 24 horas sin liderazgo visible y luego apareció conmovido, pero demasiado quiet man, ante cámaras y micrófonos. El ex gobernante español Felipe González diría, comentando esa comparecencia, que "no hay nada más inquietante que ver al presidente de Estados Unidos, después de que no ha podido ir durante todo el día a la Casa Blanca, salir en televisión y decirle al pueblo americano que puede estar tranquilo" (2).

Pasado ese trago amargo, Bush plantearía al mundo el dilema de hierro de estar a favor o en contra de una política antiterrorista global, que iría diseñando sobre la marcha, que comprendería hasta las guerras preventivas y que hoy se está convirtiendo en "doctrina". En cuanto a su propia imagen, también entendió -tal vez tras visionar videos en privado- que la desconcertante vulnerabilidad norteamericana lo obligaba a cambiar la camisa texana del conservador rural, enfundarse la casaca de cuero marrón de los aviadores norteamericanos y aterrizar en la pista pura y dura de los guerreros.

El gran cambio se oficializó el día 7 del mes siguiente al atentado, cuando dio la salida a sus tropas hacia Afganistán. En su discurso a la nación asumió el rango militar máximo, mostrando la cruz y la espada: "Un comandante en jefe envía a los hijos e hijas de América a la batalla en un país extranjero, pero con el mayor de los cuidados y después de muchas oraciones".

Así comenzó lo que hoy muchos consideran una "fuga hacia adelante".

LA ARREMETIDA

Para dar contenido a su nueva imagen, mezcla de caballero cruzado y llanero solitario, Bush superó la tentación del aislacionismo clásico (ese "rol más reducido" que postulaban algunos politólogos), embarcándose en una estrategia de intervencionismo unilateral, con dos objetivos básicos: primero, perseguir al terrorismo islámico en cualquier parte, para garantizar la seguridad nacional. Segundo, consolidar la hegemonía global de los Estados Unidos, incluso mediante guerras preventivas.

Para el cumplimiento de dichos objetivos, soslayaría los costos sociales y políticos tradicionales -ayuda al desarrollo y busca de consensos- sustituyendo la negociación por la simple notificación de intenciones, aunque con ello afectara compromisos previos.

Consecuente con ello, retiró a su país de los protocolos ambientalistas de Kyoto, rechazó el Tribunal Penal Internacional, amenazó con sanciones a quienes juzgaran ante éste a sus agentes en el exterior, desahució el tratado de defensa antimisiles con Rusia...

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