De la ciudad de dios al caos universal

AuthorRoberto Mesa
PositionCatedráico de Relaciones Internacionales Universidad Complutense
Pages703-715

Page 703

Es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerles las palabras.

(Stefan ZWEIG, «austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista», en el prefacio a su obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo.)

I Tras la caída del muro de berlín

A veces, no muy frecuentemente, se dobla la esquina del tiempo y todo se relativiza: desde la evolución de las ideas hasta la vida misma. En algunas ocasiones, la presión se agiganta y, entonces, se escudriña el pasado, se sufre el presente y se siente la obligación de mirar hacia un futuro que, como siempre, es cada vez más escurridizo e incierto. Aquellos que nacimos a la edad de la razón, o de la sinrazón, con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y crecimos en la memoria histórica de nuestra Guerra Civil (1936-1939), hemos vivido un medio siglo colmado de convulsiones, pero también preñado de utopías y de esperanzas. Que muchas de las primeras se descubrieran falsas y buena parte de las segundas se frustrasen, no afecta en nada al correlato histórico y, aún menos, a las biografías personales. Hemos sido testigos de tiempos revueltos y, en la medida de nuestro compromiso -una palabra muy desacreditada por los practicantes del llamado pragmatismo, que no son otra cosa que simples oportunistas-, también hemos sido simples protagonistas; modestia que no impide reivindicar la fecundidad de las crónicas individuales y que tampoco empaña los trabajos y los días. Page 704

El fin del siglo xx ha estado marcado por el derrumbe espectacular y también inesperado del modelo comunista y de aquel terrible Leviatán que fue la Unión Sovié-tica. Ahora, los gacetilleros de la actualidad quieren otorgar también credencial de comienzos de centuria a los atentados del 11 de septiembre del año 2001 con todas las circunstancias agravantes de tan sangrienta jornada. Quizá tengan razón; pero, aquí y ahora, aún carecemos de perspectiva histórica, del distanciamiento preciso para calibrar justamente la magnitud exponencial de la catástrofe, una más entre tantas otras, que articulan la historia desgraciada de la Humanidad. Pero que, por su monstruosidad y, sobre todo, por haberse situado en el corazón del líder mundial, ha cobrado todo el valor simbólico de una época.

Los que con más de medio siglo a nuestras espaldas hemos vivido los horrores de los campos de exterminio nazis y del gulag soviético, las atrocidades de las armas nucleares, las dictaduras de todo tipo y calaña: todo el catálogo de indignidades a las que puede ser sometido el ser humano. Conocimos el ascenso, el auge y la decadencia y caída del Imperio Soviético y el pánico de las guerras de Corea y de Indochina y Vietnam. Sabemos de la injusticia permanente en que viven los pueblos árabes. Cerramos los ojos ante la tragedia cotidiana del África Subsahariana. Nos dolemos permanente y verbalmente ante el purgatorio latinoamericano y el infierno en que agonizan sus comunidades indígenas. Asistimos, también, a la más grande aventura protagonizada por los humanos en el siglo XX: el fin del colonialismo, sobre el que se auparon el desarrollo y el enriquecimiento de Occidente a lo largo de más de cuatro siglos. Contemplamos impasibles el agotamiento del Planeta Tierra. Hemos pasado, casi sin transición, de una niñez de radios de galena al milagro tecnológico y comunicativo de la informática y de Internet. Hemos conocido lo mejor de lo más excelso y lo peor de toda la ralea de perversidades y de explotaciones del género humano. Para todos nosotros, Primo Levi es mucho más que el nombre de un deportado italiano. Por delante de las puertas de nuestras vidas ha desfilado la crónica de un mundo pequeño que, aceleradamente, se convirtió en un universo que supera las coordenadas lógicas del entendimiento.

Posiblemente, fuimos arrastrados por la credulidad cuando algunos proclamaron que, con la caída del muro de Berlín (1989), desaparecerían las injusticias de la faz de la Tierra. No es que aceptásemos bobaliconamente el mensaje torpemente interesado y peor expuesto de aquel Fukuyama que se creía un discípulo aventajado de Hegel y no era otra cosa que un reduccionista al servicio de una política de corto alcance y menor vuelo. Creía aquél, y así lo predicó, que la desaparición del comunismo significaba el fin de las ideologías. Muy pronto, de inmediato, se vio que mientras reinasen la injusticia y la falta de libertad, continuarían vigentes las propuestas ideológicas y los proyectos utópicos de cambio y de transformación del mundo.

Verdad que el fin del comunismo supuso el cierre y la clausura de una era histórica; pero no llevó, como profetizaron sus defensores, al advenimiento de un tiempo distinto y mejor. No surgió una nueva Sociedad Internacional, ni tampoco apareció un nuevo Orden Internacional. Aunque, eso sí, el sistema bipolar de la Guerra Fría está siendo reemplazado por otro muy distinto, que, si los dioses y, especialmente, los hombres no lo remedian, desembocará en un sistema unipolar imperial liderado por Estados Unidos de Norteamérica. Page 705

El tránsito vino acompañado por una terminología que se quería original, pero que no lograba disimular las miserias que ocultaba. Voceros del pasado pretendieron vender como hallazgos novedosos, falsamente esperanzadores, mercaderías caducas y más que averiadas. Mientras unos afirmaban la muerte del hombre, el fin de la historia y el ocaso de las ideologías, otros convocaban a nuevas Cruzadas en defensa de la amenazada Civilización Occidental. Han proclamado el advenimiento de una inexpugnable Ciudad de Dios, por encima del derecho y de la justicia, presentada arteramente como universal, cuando lo que realmente propugnan y defienden es el Paraíso para unos pocos, al precio de la exclusión del resto de la Humanidad.

Tras este conjunto de arcaísmos, de cosas ya vistas, se deslizó una palabra con ínfulas mágicas: globalización. Era el estandarte de la supuesta Ciudad de Dios. Liberados, al fin, del dogal del comunismo, se abrían de par en par las puertas a una época en la que la felicidad y la paz reinarían, sin fronteras, por doquier. Esta nueva era se asentaría sobre un Orden Internacional universal regido por la justicia de unos pocos. Ya todos eramos uno. Bajo el imperio de un pensamiento único, viviríamos y, sobre todo, consumiríamos en un mercado único. Cualquier parecido con el mundo feliz, profetizado por Aldous Huxley, no sería una mera coincidencia. Sin embargo, casi al mismo tiempo de formularse la propuesta, aparecieron los descontentos, los aguafiestas, los disconformes de siempre. Algunos no aceptaron que la globalización fuese sinónimo de homogeneidad y que, todavía menos, abriese un camino que llevase a la igualdad y a la convergencia entre Culturas.

Desde entonces, muy pocos años, han fluido ríos de tinta proponiendo alternativas distintas, cuando no contrapuestas. Giddens, uno de los más señalados teóricos de la llamada tercera vía, ha escrito que «la globalización puede definirse como la intensificación de relaciones sociales mundiales que vinculan relaciones distintas, de tal manera que los acontecimientos están moldeados por hechos que tienen lugar a muchos kilómetros de distancia y viceversa» (A. Giddens, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, 1999).

Ante esta definición, bastante más limitativa que los excesos verbales de los corifeos de turno, los críticos no tardaron en preguntarse si la tan aclamada globalización era o no un fenómeno nuevo, original, en el devenir histórico de la Humanidad. Los más pesimistas, con los pies sobre la tierra, se limitan a enunciar una nueva fase en el desarrollo capitalista que, por sus dimensiones, es acreedora del calificativo, y de la aspiración, de global, como explica, entre otros, Samir Amin.

No obstante, sería una necedad cerrar los ojos ante la evidencia de unos procesos que apuntan en un sentido unificador, lo cual no quiere decir que sean necesariamente buenos o, si se prefiere, de efectos universalmente beneficiosos. Hace ya años que Manuel Castells, entre otros, apuntó a la existencia cada vez más creciente de redes transversales que, al mismo tiempo, son ecuménicas; fundamentalmente, en el campo de la información y de las comunicaciones, con Internet a la cabeza, y en los mecanismos financieros, sobre todo en sus aspectos especulativos, provocando lo que la desaparecida Susan Strange bautizase, muy gráficamente, como el Casino Capitalista generador de lo que caracterizó como «dinero loco».

De ahí a pensar que ya vivimos en una sociedad mundial tejida y regida por redes hay todo un paso de gigante que no puede darse frívolamente. Para entender el mundo del presente, volvamos a Samir Amin y veamos, según él, los dos grandes ras- Page 706gos que, a los efectos de mi reflexión, me interesan particularmente. En primer lugar, la erosión del Estado Nación: ¿un debilitamiento...

To continue reading

Request your trial

VLEX uses login cookies to provide you with a better browsing experience. If you click on 'Accept' or continue browsing this site we consider that you accept our cookie policy. ACCEPT