El urbanismo de provincias

AuthorRosalía Rodríguez López
Pages89-282

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IV 1. Modelos protobizantinos de ciudad

En el s. VI d.C. el espacio que fue solaz del Imperio romano hacía tiempo que había cambiado en todos sus ordenes, y Justiniano decidió intervenir en este proceso constante de transformación rediseñando el modelo de ciudad, y en general del urbanismo en el pasaje. El resultado fue una variada tipología de ciudades, que respondía a parámetros diversos (eclesiásticos, políticos, económicos, administrativos e históricos); y un universo de pequeñas entidades, que surgían por razones militares o agrícolas. La prosperidad o declive de cualquiera de las entidades territoriales hizo posible que sus habitantes fueran conscientes de la trascendencia de su concreta situación en el marco del Imperio, y que estos se sintieran algo más que súbditos en su relación con la “civitas” protobizantina. Ahora bien, para visualizar cual era el nuevo ideal de ciudad debemos aproximar nuestra atención a la estructura de ciudades como Dara, Justiniana Prima o Zenobia237. Pero a grandes líneas el ideal de ciudad se deba-

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tía ya, no entre Atenas o Roma, sino en Constantinopla y Jerusalén, que se repartían la capital política y espiritual del Imperio238.

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El uso técnico, o quasi-técnico, para describir ciudades y diversos tipos de poblaciones en época postclásica y bizantina resul-

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ta insuficiente para diferenciar entre los variados subtipos funcionales de establecimientos urbanos y fortificados que se localizan en los registros arqueológicos y topográficos239. Patlagean indica que la sociedad bizantina es vista como un firmamento de ciudades, reproducción fiel de un mismo modelo urbano; la arqueología revela un fenómeno de crecimiento diferenciado de aquellas ciudades que destacaban por su importancia política, religiosa y geográfica. Desde el s. VI d.C. Constantinopla se erigió como la gran capital del Imperio; también, por su tamaño, determinadas ciudades, eran de una categoría particular en la que la entidad de la población creaba situaciones específicas: Éfeso, Edesa y Jerusalén, Cartago, Rávena, Roma, Nápoles, Siracusa, Tesalónica, Atenas, Nicaea, Cherson, Trebizond, Ankara, Cesarea, Melitene, Seleucia, Emesa, o Damasco; muchas de ellas, como Antioquía y Alejandría, crecieron desmesuradamente en número de población con un flujo constante de inmigrantes240. No obstante, por ejemplo, la prohibición de la filosofía y de la jurisprudencia en Atenas supuso una migración de estudiantes y de profesionales reputados a las ciudades más grandes del Imperio241. En estos grandes centros de gobierno los habitantes se entretenían con espectáculos tales como carreras de caballos, caza de bestias, competiciones de mimos, payasos, juglares o músicos; y en algunas con actuaciones teatrales, pues seguían siendo muy populares, pese a la oposición de la Iglesia242. Los pocos grandes centros urbanos

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sobrevivieron casi como ciudades-estado en provincias, gracias a grandes mercados o puertos; y en esta línea, destaca Beck que la significación económica y cultural de estas grandes ciudades pesaba en el conjunto del Imperio tanto como la vida y la actividad de la población en el campo, incluso influía más que lo provincial. Así las ciudades se describían como centros creadores de riqueza o de parásitos, presentándose a modo de aglomeraciones urbanas que vivían en simbiosis con el mundo rural circundante con el que mantenían mutuos intercambios (artesanía, animales, etc.)243. Como ya se ha apuntado en la Introducción, la riqueza de la agricultura y ganadería, así como la vida social se canalizaban hacia la metrópoli, en una sociedad en la que el transporte era muy caro; sin embargo, en las granjas aisladas, así como en los pueblos y ciudades menores, predominaba la agricultura.

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También crecieron las ciudades de segundo nivel (Corico, Gerasa y Aleppo, entre otras), así como las pequeñas aglomeraciones de Palestina meridional, como Nessana, Eboda y Subeita244; y en ciudades como la citada Aleppo, paraban las caravanas, lo que favoreció la formación de suburbios245. Para Ward-Perkins la determinación de si un establecimiento era una civitas (en el Oeste), o una polis (en el Este griego), no venía dado por su tamaño; sin embargo, si era determinante su condición de sede de un obispado, o centro de una Administración secular246.

Indica Patlagean que a pesar de una apariencia aún brillante, desde la segunda mitad del s. VI d.C. se manifiestó un proceso de decadencia247, tanto en Oriente como en Occidente; así, en las provincias del Danubio el número de localizaciones estudiadas es inferior, porque en general la región había sufrido un mayor declive económico248. Así, ya en el s. VII d.C., casi todas las antiguas ciudades romanas habían dejado de ser auténticos centros urbanos.

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IV 2. Legislación justinianea

Ya en el s. I a.C. Vitrubio, en su obra sobre la Arquitectura, vertebró la labor edilicia en diversas áreas:

“La construcción se divide en dos: la edificación de murallas y obras públicas, y la otra la de los particulares. Los edificios públicos se dividen en tres clases; una pertenece a la defensa, otra a la religión, y otra a la comodidad. Para la defensa son los muros, torres y puertas; inventado todo para rechazar en todos tiempos las invasiones de los enemigos. A la religión pertenece la erección de Templos y edificios sagrados a los dioses inmortales: y a la comodidad, la situación de los lugares de uso público, como puertos, plazas, pórticos, baños, teatros, paseos y otros semejantes, que por la misma razón se colocan en parajes públicos”249.

Dicha vertebración de la tipología constructiva se mantuvo vigente en el s. VI d.C. Sin embargo, a diferencia de periodos anteriores, en época de Justiniano las esferas militar y civil estuvieron intrínsicamente ligadas, subrayándose la importancia de un triunfo en la guerra con una sólida estrategia de planificación de construcciones defensivas, y con una política de asentamientos urbanos (de creación, consolidación y florecimiento)250; en este sentido se pueden entender las palabras de Agatías:

“Bello y dichoso asunto son las victorias y trofeos militares y la reconstrucción y el embellecimiento de ciudades y todas las acciones grandes y admirables”251.

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Dada la estrecha conexión entre las esferas públicas y religiosas, la promoción de edificaciones tuvo, en ocasiones, componentes municipales, imperiales y eclesiásticos. Al respecto es muy interesante la narración de La vida de Sabas, escrita por Cyril de Scythopolis. Ante la petición del monje Sabas, el Emperador mandó restaurar las iglesias destruidas por los samaritanos, y el daño causado durante las revueltas del 529-530 d.C., así como la construcción de un fuerte. Los trabajos de restauración de las iglesias fueron supervisados por los Obispos; y el Gobernador de Palestina Prima era el encargado de entregar los fondos de las arcas provinciales. Tales recursos prove-nían parcialmente de la condonación de tributos y de las confiscaciones de las propiedades de los samaritanos. El gobernador aprobó cada proyecto de restauración y su presupuesto252. Respecto al fuerte que el santo solicitó en el desierto de Judea al sur de sus monasterios, para protegerse de las incursiones de los sarracenos, los ingresos procedían de la misma fuente que las iglesias; pero quien aprobó la construcción fue el Duque de Palestina. Ahora bien, el Duque no se responsabilizó de la construcción y decidió entregarle la suma de di-nero al monje. Mientras tanto, el monje murió, y el dinero fue entregado a su sucesor eclesiástico, quien displicentemente lo transfirió al Patriarca; éste a su vez distribuyó la suma entre varios monasterios, y el proyecto de Sabas finalmente fracasó253. De esta historia deduce Di Segni que el responsable de la ejecución del proyecto, no de la supervisión de las obras, se dejaba en manos de cualquiera autoridad local existente. Otros dos supuestos descriptivos de esta situación de transferencia de poderes se puede observar en Gerasa. En el primer caso, el Obispo erigió una cárcel para los prisioneros acusados esperando juicio. El segundo supuesto se refería a la construcción, también por el Obispo, de un baño para leprosos, pues este tema era una cuestión de salud pública; hasta entonces era lícito que los afectados por la enfermedad fueran a los baños públicos254.

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Además, muchas de las prácticas seguidas en época clásica para las edificaciones civiles se trasladaron desde el s. IV d.C. a la Iglesia. Así, por ejemplo, las inscripciones civiles (foros, basílicas, curias, pórticos, mercados, teatros o anfiteatros) cesaron, lo que no implicó el olvido de este hábito en las comunidades cristianas, conforme atestigua una aplastante mayoría de inscripciones funerarias y cristianas: en Roma hasta el 400 d.C., luego comenzó a declinar; en Oriente alcanzó su tope durante el s. VI d.C.255

IV 2.1. Construcciones civiles y militares

En este apartado se abordará fundamentalmente el urbanismo de murallas, obras públicas, pero también, aunque en menor medida, la edificación privada, como se ha apuntado en el epígrafe “Construcciones imperiales y promoción de nuevas ciudades”. Los compiladores justinianeos desecharon aquellas constituciones del libro XV del Código teodosiano relativas a la protección de hórreos, prohibición de privilegios respecto a lugares públicos, priorización de obras de terminación de edificios comenzados, o de restauración sobre nuevas edificaciones256. Ahora bien, en C. 8,12 (11),6 (383...

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