Relaciones entre Chile y Japon: un siglo de acercamiento.

Authorde Andraca Barb
PositionAmpliaci

Al comenzar el siglo XIX, el Asia Oriental mostraba un generalizado agotamiento político, en parte social aunque no económico. Poderosos imperios como China e India padecían de lastimeras decadencias. Otras zonas menos notables seguían inmersas en un espeso piélago de tradiciones y usos milenarios. Justamente, su menor relieve hizo a tales áreas menos desafiantes y más flexibles como para absorber el impacto agresor. Con menor costo se sometieron o negociaron con el poder invasor. Fueron los reinos de los archipiélagos, entre ellos, Japón. Cómo se integró el imperio del Sol Naciente a tales sucesos permitirá comprender el comienzo de la relación entre Japón y la pequeña nación sudamericana que era Chile.

El proceso global aludido involucra dos temas principales: uno, la integridad histórica del Lejano Oriente. El otro, la marcha de Occidente con su dilatada civilización judeo-cristiana, racional, individualista y muchas veces intolerante en su avance triunfal. Ambas trayectorias se cruza ron no precisamente en un clima de respeto por el universo de creencias mutuas. En el siglo XIX, y aun hoy eso sería mucho pedir. Más bien fue un encuentro de mundos en una atmósfera cargada de agresividad a causa de la carrera por la expansión económica. Europa vivía su más autocomplaciente momento; desbordando cultura, se sentía llamada a dar paz y bienestar a pueblos atrasados --si es que no eran tenidos por primitivos--. Derrame de modernidad compuesta por una combinación de elementos científicos y tecnológicos, transportados en un fluido ideológico y religioso denso, sumamente corrosivo por su capacidad disolvente de culturas antiguas de gran complejidad. Europa, entrenada en el ejercicio de la expansión tras culminar el crecimiento dentro de sus propias márgenes; entonces, rica en población dispuesta a inundar el orbe. Una Europa de ciudadanos que ya habían completado o tenían muy maduros sus procesos de transformación política y social. Europeos libres, iguales sujetos de derecho, miembros de bien constituidos Estados modernos. Individuos que apreciaban el decidir sin tener que pedir consejo; aventureros como los bergantines, que desplegaban sus velámenes e iban como enormes gaviotas llevando mercancías de Calcuta a Liverpool, de Amberes a Yakarta. Hombres liberales, que sembraron de bancos y casas comerciales las orillas de los mares.

El gigantesco desarrollo del capitalismo significó reinversiones en los procesos productivos haciendo crecer cada vez más las hilanderías de la cuenca del Ródano, o de Manchester; o mejorando la producción lechera de Holanda. En todo caso, llevó la infinita variedad de productos europeos a todo el mundo. Hubo hierro y carbón suficiente para tender ferrocarriles en cualquier parte del globo. Hasta el más pequeño maharajá del Rajastán pudo soñar con tener un tren que bufara por su comarca. Si los deseos eran rentables, habría más de una entidad financiera dispuesta a realizar la inversión. Todos ganaban. El mundo parecía rebosar felicidad, y ganancias. En Europa, el optimismo embriagó aun a los más sobrios. La revolución financiera y monetaria llevó a gastar sin medida. La confianza en un futuro promisorio hizo montar intrincadas maquinarias económicas, más sutiles que los ingenios a vapor. Las teorizaciones y juegos de intangibles hicieron a los modernos Estados nacionales incrementar sus gastos, a sabiendas de que las recaudaciones crecían con cada aduana y cada navío, en algún lugar del mar. Se fue configurando así una gran contradicción, que acumuló sospechas a la par que crecía el capital. Por un lado, el gran comercio y el movimiento de capitales requerían de un mundo con fronteras más flexibles; por otro, la competencia con no poca agresividad entre los Estados, resaltó las diferencias. Los antagonismos se hicieron espinosos y vinieron los conflictos. La ausencia de mecanismos de regulación desencadenó guerras comerciales y coloniales, que aumentaron tanto más crecía la urgencia por el dominio estratégico y la fortaleza industrial. La abundancia de armamento, que no era ya el resultado de la pericia de armeros ni tenía el romance de los forjadores de espadas, agravaba las controversias. Ser fuerte significaba producir acero, fabricar cañones y rifles de repetición. Y la rivalidad mezclada con el negocio de las armas llevó al desarrollo de una maquinaria militar de temer, que permitió por una parte la estabilidad interna de los Estados al respaldar con la fuerza sus nuevas constituciones. Pero, por otra, desencadenó un peligroso armamentismo. El episodio final de esta saga se desencadenó en el siglo XX, en dos atroces guerras mundiales.

El caso de nación completamente desarrollada, y en pleno despliegue de su energía, fue Gran Bretaña. Potencia industrial, marítima y comercial, su expansión por el mapa ha sido bien explicada y hasta relatada de manera épica. El imperio británico, con su imaginario victoriano tuvo sus émulos. Pero ningún otro logró el tamaño ni la influencia, ni la riqueza que capitalizó Londres aunque todos se vieron envueltos en el entramado de negocios, tensiones y roces. Todo sucedió en varias escalas, desde asuntos íntimos --aumentados por circunstancias locales-- a verdaderos problemas regionales. Francia trasladó sus propias fronteras y rivalidades a África; Alemania, más por orgullo que necesidad, logró enclaves asiáticos y en Oceanía. Fue Rusia quizás el imperio que territorialmente más creció en millas cuadradas, hasta chocar en uno de sus bordes con los intereses de Japón. Mientras, en el remoto horizonte desde donde sale el sol para Japón, crecían los Estados Unidos de América. Tras expandirse hasta los bordes del Pacífico, hacia el sur a costa de México, y ganar influencia en Centroamérica y el Caribe, la Unión quiso el océano, y entonces fue otro agresor.

Como esos relatos que se pueden leer en el Nihon Shoki (1), un guerrero se honra al ser desafiado por un antagonista de tamaño mayor. Estados Unidos ya era grande cuando llegó con sus buques hasta la bahía de Yedo. Y si bien hacia 1850 le faltaba mucho para ser el gigante que sería en el siglo XX, ya era la nación de más rápido desarrollo del Occidente. Su enorme territorio era una cornucopia que prodigaba riqueza ilimitada; por lo mismo, era la meta para miriadas de inmigrantes. Y como los Estados Unidos aún dependían de capital extranjero, la veloz expansión requirió horizontes holgados de crecimiento, suficientes para mantener el interés de los inversionistas. Para garantizar el máximo de espacio político y económico, la Unión aumentó año a año su poder, hasta superar a Gran Bretaña en indicadores tan vitales como lo es la producción de acero, o en una flota que asegurara el poder marítimo (2). Al otro lado del Pacífico, los hijos del Sol también asumieron su destino. El comodoro Perry, y su amenaza de 1853 fue la chispa. La Casa del Loto y del Cerezo hacía tiempo esperaba una agresión, aunque no sabía cómo llegaría. No obstante que en lo fundamental la sociedad japonesa era fiel a sus principios, venía sufriendo un complejo cambio que en sí marcaba el fin del Período Tokugawa (1600-1868). Entre adaptaciones y ajustes dolorosos, Japón supo responder con dignidad, aunque eso le significó perder terreno. Bien sabe el guerrero que primero se ha de estudiar al enemigo, conocer sus debilidades; solo así se puede preparar una contundente victoria. Y Japón se dedicó a aprender.

La sacramental unión del pueblo japonés con su archipiélago se contrapone y complementa a la unidad de los seres vivos --personas incluidas-- con el espíritu divino, encarnado en el emperador. Lo que se haga sobre la tierra no altera la esencia y alianza fundamental entre el territorio y sus habitantes. Llegaron los hombres a las islas hace demasiado tiempo, tanto que en la misma tradición se olvidó. Y cada vez que otros se quisieron unir a la comunidad y trajeron sus aportes, se aceptó su ofrenda si a cambio los recién llegados aceptaban respetar estructuras y mandos. Así, en varias oleadas arribaron el pensamiento y la cultura desde China; la última vez, junto con el budismo y el arte de la escritura (3). Desde el Período Heian (794-1185) y quizás antes, la cultura japonesa aprendió a recibir, procesar, modificar y crear algo nuevo con lo llegado desde otros horizontes. La hoja de una katana o espada japonesa, se hace con sucesivas capas de acero fusionadas con pacientes golpes, firmes y precisos: alegoría del modo de aprender japonés y mejorar lo recibido. No fue extraño que Japón encarnara uno de los más sorprendentes procesos de desarrollo del siglo XIX. Japón no pasó de país feudal, agrario y antiguo, a nación moderna e industriosa, apreciación que ignora la aguda finura y el temple de su espíritu. Japón hizo lo que ya sabía hacer: aprender-si es preciso con dolor. De ese modo absorbió todo lo que le ofreció el Occidente. Como dragón, regurgitó lo que no le servía, pero hizo suyo lo útil y decisivo. Hasta hoy hace lo mismo.

La constitución política que proclamó el imperio Meizi se inspiró en modelos europeos. Mas en esencia era una estructura legal nueva que sostenía el mismo organismo que sufría una metamorfosis de adaptación a un ambiente más global que el estrecho archipiélago. Ya había sucedido mil años antes, cuando hubo japoneses estudiando en el Hanlín Yuan --la alta academia fundada bajo la dinastía Tang de China, e incluso algunos osados príncipes de Kyoto fueron hasta la India a estudiar en afamadas universidades budistas. Nada de extraño tuvo en el siglo XIX enviar a la flor de la juventud nipona a Londres, a Berlín, a París, a Viena, donde sea que estuviese el conocimiento. La grulla sabe cuando llega el verano y viaja a la Mongolia, mas deja el nido preparado para el posterior retorno a su abrigo, en Yamagushi (4).

El imperio japonés siempre existió. Como la semilla del ciprés crece en una maceta para regocijo y paz de quien la protege; mas, basta llevar la semilla al monte y el árbol se extiende en...

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