Criminalidad y derechos: paradojas en el contexto de la interacción contemporánea entre Estado, individuo y mercado

AuthorLuis González Placencia y Ricardo Gluyas Millán
Pages371-385

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Ver nota 1

A Roberto le conocí primero en sus textos; en especial recuerdo aquél debate sostenido con Eduardo Monreal, Lola Aniyar y Rosa del Olmo en los años ochenta que fuera el que motivara, sin que ninguno de ellos lo supiera, que mi interés se decantara hacia la crítica de la criminología. Juzgado por la seriedad de sus argumentos, por el compromiso social de ellos derivado y por su coherencia política, le admiré desde entonces. Cuando una década después le conocí personalmente, comprobé que un académico serio, sólido y puntilloso puede además ser una gran persona. Con el paso de los años, junto a mis amigos Fernando Tenorio y Fernando Coronado, nos ha unido una amistad que, como suele ocurrir con las querencias ultramares, no sólo no se olvida sino que se renueva y se refuerza cada vez que nos encontramos, por esporádicos que estos encuentros sean. En lo personal, Roberto es un referente, y quizá, el más claro ejemplo de congruencia y generosidad que tengo en la vida, cosa que no es menor en un mundo dominado por los intereses y por las vanidades. Con esta modesta intervención no retribuyo en nada las múltiples muestras de solidaridad y de apoyo que de él he recibido tanto en México como en España; en todo caso, mi intención es la de unirme a quienes le queremos y respetamos, en esta noble y cariñosa iniciativa que Iñaki y secuaces han ideado. Me acompaña en este texto nuestro común amigo Ricardo Gluyas colega de Inacipe quien, en los recientes viajes de Roberto a la ciudad de México, ha tenido el privilegio de hospedarle en la ya internacionalmente conocida Mansión Gluyas. Recibe de ambos, querido Roberto, un fraterno abrazo desde Tlalpan, en el convulso valle de Anáhuac.

L.G.P., primavera de 2005.

Introducción

En este texto interesa reflexionar sobre el reto que la criminalidad organizada presenta hoy para la vigencia de los derechos. Utilizando como marco de análisis la sistematización histórica que para la comprensión de la modernidad ha sido asumida por Sousa Santos (1991), con referencia específica a lo que el denomina "pilar regulativo de la modernidad", proponemos como hipótesis de trabajo que la criminalidad dominante en una época determinada es endémica de la relación entre el mercado, el estado y el individuo -principios constituyentes de dicho pilar regulativo. En consecuencia, planteamos la idea de que la criminalidad organizada, con énfasis particular al narcotráfico, obedece

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a una lógica que no sólo escapa al control penal diseñado ad hoc, sino que termina por funcionalizar dicho control a favor de su perpetuación, con la consecuente degradación de los derechos de los ciudadanos, que, mediatizados, quedan reducidos a una condición de público consumidor. Se propone, en conclusión, una revisión de las posibilidades que el derecho penal y la sociedad civil tienen, en el marco de una recuperación de los derechos, en el enfrentamiento que supone la amenaza contemporánea del mercado, especialmente del que se desarrolla al margen de la legalidad.

1. El delito como forma endémica de la modernidad

La modernidad trajo consigo nuevas instituciones, nuevos actores y una correlación de fuerzas distinta respecto de la cosmovisión del mundo medieval. La relación entre los agentes que participaron en la construcción incipiente de los mercados y las primeras formas del estado moderno estuvo mediada por el lugar central que el individuo y la protección de sus derechos tuvieron en el pensamiento liberal. En términos llanos, el reconocimiento del poder del estado sobre los individuos, muy en especial del poder para poner en peligro la libertad, la vida y la propiedad, para afectar, es decir, la esfera de lo privado, se expresó como una necesidad de poner límites al estado que fuesen garantía de no intervención. De ahí que no sea casual que las dos más importantes declaraciones de derechos -la francesa y la norteamericana- hayan tenido como objeto la protección de las llamadas libertades negativas. En ese contexto, el derecho penal liberal jugó un importante papel en una doble dimensión destinada, por una parte, a definir las conductas que, realizadas entre particulares, ponían en riesgo los bienes que dichas libertades suponían -la propiedad, pero también la libertad entendida como capacidad para concurrir al mercado por la vía de la oferta o de la demanda- así como las penas que debían sufrir quienes las cometieran; y por la otra, a definir los límites entre el poder del estado y los particulares que requerían que el ámbito destinado al florecimiento de la actividad individual en el espacio público estuviese libre de amenazas.

El derecho penal fue pensado, así, para servir como un mecanismo de regulación de los conflictos entre los propios individuos -delitos y penas- y entre los individuos y el estado -garantías- dando por hecho la existencia de tales conflictos y con arreglo a un conjunto de normas destinadas a otorgar previsibilidad a las consecuencias que la intervención estatal tendría en la afectación de los derechos de los ciudadanos. Con ello, el dispositivo ideológico de la primera modernidad configuró un espacio simbólico en el que se dio una importante convergencia entre los principios del mercado y del individuo y de ambos con el estado, al centro de la cual, los derechos humanos constituyeron el referente de validez; en el fondo, se trataba de compatibilizar las disputas de los agentes -por ejemplo, entre los oferentes y demandantes de un bien- que surgieran de la actividad económica con los principios rectores de la certeza jurídica, para asegurar la reproducción de escala simple y ampliada de la producción y del comercio. La legitimidad de la intervención penal -y en general de toda posible intervención del estado en la vida de los ciudadanos- quedó así referida a la garantía de legalidad, que en clave de derechos supone ser leída como el límite a los actos gubernamentales.

Como es posible observar, en el equilibrio conseguido entre los principios del pilar regulativo de la modernidad, el fiel de la balanza se estructuró en torno a los derechos humanos.

Sin embargo, este equilibrio se rompió al menos en dos ocasiones a lo largo de los últimos doscientos años generando en cada caso, nuevos equilibrios. El primer des-

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equilibrio se dio a favor del estado que a lo largo de los siglos XIX y XX, logró colonizar tanto al mercado como a los individuos, con una clara tendencia a la autoprotección. En este periodo fue el estado el que requirió de una alianza con el mercado para el control de los movimientos sociales que afectaron tanto la capacidad de gobernar del primero, como la estabilidad del segundo (Burguers, 1992; Melossi, 1994). El derecho penal se convirtió en el instrumento por excelencia para el control de la disidencia política, económica y moral, abandonando con ello su carácter de garante de los derechos y asumiendo un nuevo rol como custodio del orden -político, económico y moral. En este periodo la noción de delito se desdibujó dando cabida a una más amplia capacidad para definir comportamientos que podían ser perseguidos, lo que se logró mediante el recurso al concepto de "desviación social" (Bergalli, 1998). Este concepto permitió incrementar el ámbito del control institucional que ya el estado se había irrogado mediante el uso del derecho penal, a comportamientos no necesariamente tipificados, pero de igual modo atentatorios frente a la concepción dominante del orden político, económico y moral, es decir, a la amplia gama de comportamientos que la criminología clínica y la sociología de la desviación se encargaron de definir como "para", "anti" y "a- sociales". La red institucional se extendió así, con el sistema penal como núcleo duro de una estrategia de control a manos de los operadores sociales quienes jugaron un papel muy importante en la detección y en la criminalización de la pobreza, del sindicalismo, de la homosexualidad, de la producción, venta y consumo de drogas y del activismo político, entre otras formas de la disidencia (Cohen, 1985).

En esta nueva constelación, los derechos fueron relegados a un papel simbólico, destinado a la mediación de las demandas entre el sector social y el mercado, cuya satisfacción quedó en manos del estado (Marshall, 1961). Tampoco parece casual que haya sido en este momento, la segunda modernidad, cuando fueran proclamados los llamados derechos sociales, pues en el doble proceso de luchas y concesiones, lo cierto es que, con la protección de estos derechos, e incluso sólo con la promesa de su satisfacción futura y progresiva, el llamado estado de bienestar social logró una base de estabilidad en la que se premió el consenso y se persiguió y castigó a quienes disintieron. El temor que los ciudadanos de la primera modernidad tenían acerca de los poderes del estado se actualizó, pero la condición estable de los mercados -bajo el manto protector del propio estado- no sólo no resultó amenazada por el poder estatal sino que se vio beneficiada por este; así, junto al control legítimo de la delincuencia, la criminalidad de estado floreció durante la segunda modernidad, solo que, por razones obvias, ello no fue claramente visto como un problema social, sino en todo caso legitimado, bien desde la criminología de orientación positivista (Bergalli, 1985), o bien a partir del recurso a la razón de estado (Melossi, 1994), cuando definidamente la imposibilidad para justificar sus actos así lo requirió.

La situación recién descrita tuvo al menos dos efectos...

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