El cuerpo y lo post-humano

AuthorStefano Rodotà
Pages53-81

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I

El cuerpo, el lugar por definición de lo humano, surge hoy como el objeto donde se manifiesta y se produce una transición que parece querer despojar al hombre de su territorio, de su corporeidad; haciéndolo «caer en lo virtual» (Krocker y Weinstein 1995: 11) o modificándole los caracteres de manera que —sin ser una novedad— lleva a hablar de trans-humano o de post-humano. ¿Es una nueva, y extrema, versión del «hombre máquina»1¿De antiguas utopías, esperanzas, angustias?

Si se recorren los infinitos caminos de Internet, se tropieza con definiciones de lo que sería transhumanismo: «el movimiento intelectual y cultural que afirma la posibilidad y el deseo de mejorar en modo sustancial la condición humana a través de la razón aplicada, utilizando en particular la tecnología para eliminar el envejecimiento y exaltar al máximo la capacidad intelectual, física y psicológica». A su vez encontramos entusiastas cuadros sinópticos que proponen comparaciones entre el cuerpo del siglo XX y el del siglo XXI. Se vería a este último no sólo liberado del envejecimiento y de los límites impuestos por su actual estructura, sino absolutamente desvinculado de la «corrosión por irritabilidad, envidia, depresión»,2y proyectado hacia un turbo-

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charged optimism. En consecuencia, es conveniente ampliar el área de las referencias y reflexiones, como también recordar las que Bacon indicaba —en 1627— como Magnalia naturae, en el apéndice de la Nueva Atlántida: «prolongar la vida, retrasar la vejez; curar las enfermedades consideradas incurables; calmar el dolor; transformar el temperamento, la estatura, las características físicas; reforzar y exaltar la capacidad intelectual; transformar un cuerpo en otro; fabricar nuevas especies; efectuar transplantes de una especia a otra; crear nuevos alimentos recurriendo a sustancias a día de hoy no utilizadas».3¿Podemos decir que los avances futuros se encontraban ya delineados en estas palabras, así como también los nuevos interrogantes4Entre los problemas que surgen debemos destacar la cues-tión del alcance y del destino de algunos derechos fundamentales, que no por casualidad han sido históricamente definidos como derechos «del hombre» o derechos «humanos», y que precisamente encontrarían su fundamento en la naturaleza humana. En primer lugar los referidos a la «integridad física y psíquica», de los que —con particular intensidad— se ocupa el art. 3 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE). ¿La transición hacia una condición post-humana o trans-humana hará progresivamente desdibujar estos derechos?

Frente al tema de la integridad, la CDFUE indica cuatro principios de referencia, que reflejarían orientaciones ampliamente difundidas: consentimiento del interesado, prohibición de hacer del cuerpo un objeto para obtener beneficios, prohibición de prácticas eugenésicas en masa, prohibición de la clonación reproductiva. En consecuencia, según estas premisas, lo humano sería incompatible con la producción en serie, irreductible a la lógica del mercado, y sobre todo exigiría plena autonomía de decisión por parte de cada interesado. Ésta es una conclusión próxima a la de los estudiosos que ven con confianza casi ilimitada las nuevas oportunidades ofrecidas por la ciencia y la tecnología, subrayando sin embargo que la aceptación social del trans-humanismo —en un contexto democrático— depende de la capacidad de garantizar la seguridad en el uso de la tecnolo-

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gía, su accesibilidad para todos en condiciones de igualdad y el respeto del derecho de cada uno a decidir libremente sobre su propio cuerpo (Hughes, 2004). Por otro lado, éste era el panorama ya señalado por Julian Huxley a quien se atribuye la introducción del término transhumanism. En 1927, escribía que «quizá el transhumanismo servirá: el hombre seguirá siendo hombre, trascendiéndose sin embargo a sí mismo, y alcanzando nuevas posibilidades para su propia naturaleza humana».5Una definición más llana de lo post-humano, es la que lo describe como la «tecnología que permite superar los límites de la forma humana» (Nayar, 2004). Ésta presenta en términos más generales y claros los problemas que pueden plantearse cuando el tema es considerado en la dimensión jurídica. En definitiva, estamos frente a la radicalización de un tema conocido, que aparece cada vez que lo artificial suprime lo natural, posibilitando elegir allí donde antes había sólo eventualidad o necesidad. Pero, ¿el fin del límite natural implica también la inadmisibilidad de algún otro límite? En otros términos: ¿la llegada de lo post-humano se sustrae a la valoración jurídica?

Las respuestas a estos interrogantes son muy diferentes. Hay quien, temeroso de lo nuevo, estima que la única regla posible es la prohibición. Ante la imposibilidad de la naturaleza de establecer límites —arrasada por el progreso científico— la norma debería reconstruir artificialmente la situación. ¿Pero puede el derecho devenir custodio del retraso y de los miedos?

Desde el lado opuesto, al derecho le es confiado el deber de garantizar la más amplia posibilidad de acceso a las crecientes oportunidades ofrecidas por la innovación científica y tecnológica. Tras una batalla judicial ante los tribunales deportivos internacionales, el corredor sudafricano Oscar Pistorius, que privado de la parte inferior de las piernas las ha sustituido con prótesis de fibra de carbono, vio reconocido el derecho de participar en los Juegos Olímpicos por parte del Tribunal de Arbitraje Deportivo (resolución de mayo de 2008). Cae de esta manera la barrera entre «normal dotados» y portadores de prótesis, plan-teándose una nueva noción de normalidad. Aimée Mullins, otra atleta paralímpica, refiriéndose a este caso ha afirmado que

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modificar el propio cuerpo con la tecnología no es una ventaja, sino un derecho. Tanto para quien hace deporte a nivel profesional como para el hombre común

. La nueva dimensión de lo humano exige una nueva medida jurídica que amplíe el ámbito de los derechos fundamentales de la persona.

Esta perspectiva es completamente inversa a la de quienes ven en las transformaciones del cuerpo un crimen contra la humanidad, cuando aquéllas se manifiestan en forma de clonación o de modificaciones genéticas transmisibles (Annas, Andrews, Isasi, 2002). Un planteamiento tan enfático conlleva el riesgo de distorsionar el análisis, ya que traslada la cuestión al problemático terreno de los crímenes contra la humanidad, haciendo así más difícil la legítima discusión en torno a los indispensables límites referidos a las intervenciones sobre el cuerpo. Además, poniendo en este mismo plano a la clonación reproductiva y las modificaciones transmisibles del genoma, se transforma en ideológico un tema que —por el contrario— exige distinciones y una particular atención en cuanto al derecho fundamental a la salud.

II

La debilidad de las proclamas concluyentes se manifiesta precisamente en la discusión institucional sobre los derechos relativos al patrimonio genético, que puede ser considerada como un caso apto para esclarecer algunos problemas antes individualizados. El temor a inadecuadas intervenciones sobre el genoma explica por qué se habla de un «derecho a heredar características genéticas que no hayan sufrido ninguna manipulación», como derecho fundamental de la persona desde 1982, año en que el Consejo de Europa adoptó la Recomendación 934 (82). La misma preocupación se encuentra en el origen de la fórmula contenida en el art. 1.º de la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos de la UNESCO (DUGHDH), votada en la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1997: el genoma humano, «en sentido simbólico, es patrimonio de la humanidad».

Lo terminante de estas afirmaciones es mitigado desde su origen por la Recomendación mencionada, cuando precisa que «el reconocimiento explícito» de un derecho a un patrimonio

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genético no manipulado «no deberá oponerse al desarrollo de aplicaciones terapéuticas de ingeniería genética (terapia genética), muy prometedoras para el tratamiento y erradicación de determinadas enfermedades de transmisión genética». En consecuencia, se esboza el derecho a recurrir a técnicas que eviten la transmisión a los hijos de enfermedades hereditarias, a su vez explícitamente reconocido en el art. 3 de la ley más rigurosa en la materia: la Embryonenschutzgesetz alemana de 1990. Aquí se reconoce la legitimidad de la selección de los espermatozoides cuando esto permita evitar precisamente el surgimiento de una enfermedad ligada al sexo de la persona por nacer (limitada a los casos de distrofia muscular o de otras enfermedades genéticas reconocidas «como afecciones graves por parte de la autoridad competente designada por la ley de los Länder»). Una confirmación posterior viene de Francia, donde ha tenido reconocimiento explícito la legitimidad del diagnóstico preimplantacional, que tiene entre otras funciones la de hacer posible las comprobaciones a fin de evitar la transmisión de enfermedades genéticas. También en otros países —como Gran Bretaña—, partiendo de esta premisa ha sido consentida la elección del sexo de la persona por nacer, siguiendo una lógica que también tiene por función dar seguridad a los futuros padres, eliminando angus-tias sobre eventuales malformaciones del feto que con frecuencia inducen a interrumpir el embarazo.

En este punto, aparece de manera legítima la pregunta sobre la posibilidad de deducir un derecho a nacer sano, a partir de la disponibilidad de técnicas de reconocimiento precoz de los riesgos de transmisión de enfermedades genéticas, a través de la diagnosis prenatal y preimplantacional. ¿La «manipulación positiva» como derecho del nasciturus? ¿Es una obligación de los padres realizar todas las pruebas posibles? ¿O este tipo de conflicto debe ser resuelto desde su origen por normas expresas, atribuyendo importancia decisiva al hecho...

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