Lo cotidiano del control en la gubernamentalidad liberal del siglo XXI: una lectura desde Foucault, treinta años después

AuthorGabriela Rodríguez Fernández
Pages33-52

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1. Introducción

En los primeros cincuenta años del siglo XX Europa vio desarrollarse en su territorio tanto gobiernos totalitarios como democracias representativas que incluían a mujeres y obreros como actores políticos. A la par que comenzaban a participar en la definición de los asuntos públicos, las «masas» también se convirtieron en objeto de un control que ya no las consideraba una suma de individuos, sino un conjunto que había de ser considerado en cuanto fenómeno, con un perfil propio.

Los gobiernos totalitarios de las décadas del veinte al cuarenta del siglo pasado mostraron que el ser humano podía ser reducido a una serie de coordenadas biológicas en los campos de concentración, pero también en las fábricas y las cárceles. En los años que siguieron, el desarrollo de textos constitucionales y cartas internacionales de derechos humanos fueron la respuesta jurídica a tales situaciones. Era el nacimiento de los «sistemas garantistas», que intentaban evitar la repetición de estos fenómenos consagrando derechos sociales y económicos, además de políticos.1Resultaba bastante claro por entonces que la tarea no

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se situaba únicamente en los grandes niveles políticos, sino en hacer que la vida de los ciudadanos pudiera desarrollarse en el día a día y en garantizar esas posibilidades de desarrollo.2La garantía de lo cotidiano del ciudadano, unas condiciones mínimas de subsistencia y de relativa estabilidad social, permitiría que el hacer vida pública se tornara una tarea compartida.

La utilización del derecho como herramienta contraria a la conversión del ser humano en cosa, sin embargo, no ha cumplido con esa expectativa. En un proceso agudizado después del 11 de septiembre de 2001 pero que ya había comenzado mucho antes, la cotidianidad de los habitantes del mundo tiende mucho más a una existencia legislada, disciplinada y regulada a partir de las necesidades, que a un ágora en el que, por encima de lo necesario, se alce la construcción simbólica. En el presente artículo intentamos dilucidar esta tendencia, y mostrar que en ella están concernidos no solamente los que emigran por razones económicas, los jóvenes o las minorías étnicas, sino todos los que habitamos este planeta.

2. Los orígenes del control de lo rutinario

La vida cotidiana había empezado a ser objeto de la preocupación político-administrativa mucho antes del siglo XX. Los Tratados de Policía, escritos entre finales del siglo XVII y principios del XIX,3situaban la conducta de los ciudadanos en la mira del

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Estado, que mediante una regimentación detallada del espacio y del tiempo de cohabitación, pretendía la formación de sujetos obedientes y aptos para el proyecto industrial.

Verdaderos precursores del enciclopedismo iluminista, los tratadistas intentan desarrollar una «ciencia del buen gobierno» abarcadora de todos los aspectos de la vida cotidiana, desde el barrido de la acera y el tamaño de las calles a la necesidad de inscripción de los individuos en un registro, pasando por las medidas de higiene pública y privada y la represión de las pequeñas infracciones. Son prácticos, no intentan formular teorías sobre el ser o sobre el poder, ni tampoco formular normas que puedan ser objeto de litigio, sino buscar la forma concreta en que el poder pueda ser ejercido. En esa búsqueda descubren que lo cotidiano es la clave y que la concentración en el detalle, en las rutinas de la conducta, es lo que corresponde al buen administrador.

Si hasta el siglo XVII la herramienta fundamental del poder del soberano —como poder centralizador que se oponía al poder feudal— era la ley, Nicolas Delamare y sus seguidores descubren que no es ella quien decide el orden y el desorden en la ciudad, sino los pequeños reglamentos que tornan rutinaria la vida de los que viven en las grandes urbes. Lo que haría grande al Estado no sería entonces el poder de dictar normas que permitieran y prohibieran el hacer,4sino pequeños reglamentos que obligaran a cumplir (Foucault, 2004: 68).

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La disciplina, tal como la explicara el Foucault de Vigilar y castigar, fue un sistema por el que las técnicas hospitalarias y carcelarias salieron de las instituciones cerradas y se instalaron en el ámbito citadino. Así, el panóptico de Bentham dio nombre a lo que llamamos hoy panoptismo: un dispositivo5por el que las personas son clasificadas individualmente de acuerdo con la función que cumplen según el punto de vista de quien, en el centro de la escena, puede observarlas. Es ese punto de vista central —el del vigilante omnisciente sobre cuya presencia-ausencia el vigilado tiene dudas— el que sirve de lógica de distribución dentro de un espacio predeterminado, que tiene sus centros y sus fronteras, trátense ellas de las del país, la ciudad, la fábrica o la cárcel. Esta instalación de la vigilancia fue posible a causa de todo un conjunto de factores6en permanente interacción, por un proceso de marchas y contramarchas, cambios, resistencias y adaptaciones entre los actores sociales que surgirían a finales del siglo XVII, y que a ritmos diferenciales en los diferentes países, se desarrollarían durante los dos siglos siguientes.

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Siguiendo el planteamiento foucaultiano, el Estado como finalidad —un proyecto de construcción de un espacio y una lógica de poder relativamente independientes de la persona del rey, pero también de las presiones directas de los grupos de poder— y como «máquina racionalizadora» que dicta a la población qué y cómo hacer, no debe ser visto como un largo brazo que se dispone a modificar. Es en cambio una lógica de funcionamiento social, económico y político capilar que ordena a la sociedad: una forma de auto y hetero-gobierno.7El «dispositivo disciplinario», sirviente y a la vez servido por la gubernamentalidad de la Razón de Estado, se constituía en el centro a partir del cual se organizaba la vida pública, pero también gran parte de la privada. Esta distinción se había difuminado, y sobre todo para los que se consideraban miembros de las clases subalternas, lo privado se había convertido en objeto de la cosa pública, fundamentalmente de la cosa pública administrativa (Foucault, 2004; Fraile, 1997; Arendt, 2002; Agamben, 2007).

3. Sociedad o Estado (los años del primer liberalismo)

La segunda mitad del siglo XVIII ve desarrollarse una nueva forma de mirar, entender y actuar sobre los fenómenos sociales: el liberalismo, que separa de forma clara la sociedad del Estado. Para el liberalismo, en la primera se dan los fenómenos naturales que cabe respetar y prohijar; el segundo es entendido y utilizado como un constructo artificial por cuya pertinencia, necesidad de actuación y legitimidad, cabe preguntarse a cada momento.

La gestación del cambio de mentalidad, desde una racionalidad «estatal» hacia una racionalidad «social» —y a partir de esa nueva mentalidad, el cambio de la realidad—, había comenzado como un movimiento de resistencia contra la profusa reglamentación de la vida mercantil. Poco a poco fue generando tácticas, estrategias, alianzas e ideas que cuestionaron la legitimidad de

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la intervención de lo no productivo —la administración— sobre lo productivo —la industria y el mercado.

Gradualmente, la comprensión de las «incidencias» que hacían difícil la vida compartida en la ciudad (la escasez de alimentos y/o materias primas, la aparición de las pestes, las revueltas que estos hechos provocaban y los crímenes o los robos) comenzó a ser diferente de la de un problema de (in)capacidad estatal. Estos acontecimientos empezaron a ser vistos como parte de una lógica de autorregulación que respondía a leyes naturales, idénticas o similares a las del mundo de la física. Ello hizo que se los pensara como un fenómeno «normal»,8sobre el que se había de intervenir solamente cuando se producía un desborde respecto de la media estadística.9Como vemos, también la «normalidad» cambia: deja de ser un parámetro al que han de ajustarse los individuos para comenzar a ser una «situación promedio» a la que se ha de tender, y cuya desviación se ha de prevenir (Foucault, 2004: 83).

En este contexto es que los conjuntos de individuos a disciplinar se transforman en «poblaciones» respecto de las que cabe actuar para evitar el desbaratamiento de la media. Si antes el problema era que hubiera individuos que quebraran la norma (de comportamiento social, económico o político) y cómo se respondía a esa infracción, ahora el intento era evitar la existencia de más infractores de lo normal, más enfermos de lo normal o más especuladores de lo normal.10Dentro de ciertos límites, los deli-

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tos, la muerte por enfermedades o el padecimiento por hambre no serán razón para la actuación, sino para el «respeto» a la naturaleza. El control liberal es mucho menos reactivo que el control del soberano (delictual, espectacular, selectivo y discontinuo) y diferencialmente productivo del disciplinario: no intenta generar conductas individuales, sino prevenir riesgos colectivos en la metrópolis,11entendidos como lo diferente de lo habitual/promedio. De otra forma, pero también a nivel de la vida cotidiana, el liberalismo decimonónico fue un sistema de frenos y contrapesos.12La pregunta recurrente (el porqué y el para qué del Estado) hizo que las formas de intervención sobre las costumbres de los individuos variaran: el superanthropos sólo debería intervenir sobre el comportamiento individual cuando la intervención no anulara un posible efecto beneficioso del incidente (desde la depuración orgánica que produce una enfermedad hasta la emigración de personas desde un lugar donde no hay trabajo o ali-

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mentos hacia otro en que sí lo hay), y sólo en la medida de esa utilidad. Si las personas que...

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