Antiamericanismos.

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El concepto de "antiamericanismo" está más estrechamente emparentado can la falacia antropomórfica que con la metáfora, puesto que atribuye al Estadonación sentimientos, actitudes, afectos y suspicacias privativas de la persona humana. La experiencia histórica indica que es imprudente fundamentar la política exterior sobre tales falacias, sin embargo, algunos casos, como el del auge antiamericanista en los estratos altos de la sociedad europea, presentan características que merecen estudio. Desde luego este antiamericanismo sugiere una variación sobre el tema del radical chic neoyorquino de la década de 1960 y justifica la denominación del "chic antiamericano", cuyas causas podrían responder menos a problemas contingentes que a factores de larga duración tales como el antisemitismo latente, la proeza militar comparativa, y el rechazo al mal gusto y la abrumadora vulgaridad de la avalancha cultural generada por una modernidad industrial inevitablemente identificable con la primera clase trabajadora realmente próspera de la historia. Una consecuencia no anticipada de este proceso ha sido la unión del rechazo a los Estados Unidos que sobrevivió el derrumbe del comunismo, con el chic antiamericanista hoy tan de moda en los salones europeos.

Esta unión se ha forjado en el convencimiento de que los Estados Unidos en particular, y el mundo de habla inglesa en general, son responsables de la destrucción de la comunidad tradicional y todos sus valores. No obstante, el interés considerable que estos procesos tienen para los estudiosos de la sociedad, su importancia en la conducción de la política exterior, es decididamente marginal.

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Lo menos que se puede afirmar acerca de los antiamericanismos contemporáneos es que parecen estar ocupando un espacio creciente en el horizonte político de Europa occidental. Se justifica, por consiguiente, intentar un examen de sus posibles causas y relativa importancia, tarea menos fácil de lo que parece y que a falta de un marco conceptual apropiado arriesga por terminar con un montoncito de anécdotas inconexas acerca de las cuales seña temerario generalizar o basar conclusiones serias. Más prometedor me parece acercarse al problema examinando el carácter pseudometafórico del antiamericanismo aplicado a la política de las naciones y, por otra parte, sus convincentes credenciales de falacia antropomórfica.

La metáfora, tal como lo observó Aristóteles, fundamenta su luminosa eficacia en falsedades tan evidentes como decidoras. El insigne griego desechó su validez como herramienta filosófica porque exigía dar a las cosas nombres que no correspondían, algo que sigue vigente puesto que nos referimos sin vacilar al Tigre Clemenceau o al León de Tarapacá, sabiendo muy bien que ninguno de estos insignes estadistas tenía cola, pero sabiendo asimismo que tal uso metafórico cumple eficazmente con su tarea descriptiva. A primera vista, pareciera que esto es precisamente lo que se consigue utilizando lo que me parece prudente denominar falacias antropomórficas, pero la diferencia estriba en que la metáfora ilumina y estas otras oscurecen. La primera destaca lo esencial; la segunda crea confusión. En cuanto a su utilidad para facilitar la comprensión de la circunstancia política internacional, la falacia antropomórfica puede considerarse como metáfora fallida, puesto que pretende atribuir a la nación moderna cualidades que son privativas del individuo. Por consiguiente, se cae en la trampa de la falacia antropomórfica cuando se habla de la férrea amistad que une a los países escandinavos, a Gran Bretaña con los Estados Unidos, o a Australia con Nueva Zelandia; o del antiamericanismo de Francia y Alemania o el proamericanismo de Polonia o Rumania. Las naciones no tienen y no pueden tener amigos, afectos, lealtades y suspicacias, les nations n'ont pas de cousins. Tales sentimientos fueron memorablemente expresados por Lord Palmerston en 1848, cuando explicó que Gran Bretaña no tenía ni amistades inquebrantables ni enemistades perpetuas, sino intereses que el buen gobierno en todo momento tiene la obligación de adelantar, actitud que, dejando la retórica, indudablemente preside sobre la política exterior de toda nación independiente (1). Cabe agregar que ni siquiera es necesario que estos intereses coincidan en ese preciso momento, con apoyo mayoritario de la opinión pública.

Los seres humanos tienen afectos, sospechas, lealtades y resquemores perfectamente comprensibles, y en la historia y la mitología no escasean episodios en que el amor o la amistad exigen incluso el último sacrificio, algo inconcebible en las relaciones entre naciones. Esto no quiere decir que las decisiones adoptadas en nombre del interés nacional sean invariablemente exitosas, sino sólo que los resultados de aquéllas, cuya única y principal justificación es una falacia antropomórfica, no han sido especialmente alentadores.

LA FALACIA ANTROPOMÓRFICA EN LA HISTORIA

La experiencia contemporánea es generosa en cuanto a ilustraciones de este último aserto (2). Considérese, por ejemplo, la reunión de jefes de Estado de los países escandinavos a comienzos de 1939, cuando se firmaron solemnes acuerdos de amistad, cooperación y defensa mutua que pasaron a ser letra muerta hacia fines del mismo año, cuando Finlandia, invadida por la Unión Soviética, pidió ayuda a la comunidad internacional y, muy especialmente, a sus hermanas escandinavas. Gran Bretaña y Francia ofrecieron enviar tropas y material de guerra que sólo podrían llegar a Finlandia cruzando los territorios de Noruega y Suecia, puesto que las rutas marítimas estaban bloqueadas por los hielos invernales, pero la ayuda no pudo concretarse porque ambas hermanas escandinavas le negaron el paso, estimando que sus respectivos intereses nacionales primaban sobre las obligaciones de la amistad con Finlandia (3). Algo no muy diferente ocurrió cuando la Alemania de Hitler, con sus cárceles repletas de comunistas, estimó que el interés nacional exigía abrazar a la Unión Soviética y firmó el conocido pacto nazi-soviético de no agresión, de agosto de 1939. Menos sombría, pero igualmente dramática, fue la oposición del gobierno estadounidense a la ocupación anglobritánica del Canal de Suez en 1956, en momentos en que la alianza atlántica no podía haber sido más estrecha, forjada en la experiencia victoriosa de dos guerras mundiales y reafirmada por las urgencias de la Guerra Fría.

Sin embargo, tanto el presidente Eisenhower como su secretario de Estado, John Foster Dulles, estimaron inconveniente para el interés nacional asociarse con la campaña anglofrancesa y sencillamente le negaron pública y totalmente su apoyo, en un episodio que no pocos autores británicos han descrito como una traición tan inmerecida como inesperada (4). Más recientemente, tenemos el caso de Pakistán, nación cuyo papel cuasiprogenitor del talibán afgano estaba afianzado por el fervor religioso, por afinidades políticas, por el apoyo...

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