Prólogo

AuthorPaul Ricoeur
Pages7-25

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Lo equitativo, al ser justo, no es lo justo según la ley, sino un correctivo de la justicia legal. La razón de ello es que la ley siempre es algo general, y que hay casos de especie tal que no es posible formular para ellos un enunciado general que se le aplique con certeza. Así vemos claramente qué es lo equitativo, que lo equitativo es justo y que es superior a cierta clase de lo justo.

ARISTÓTELES, Ética nicomaquea, V. 15

I

Los textos reunidos en este volumen no constituyen, propiamente hablando, capítulos de un libro. Se trata de conferencias dictadas en diversas instituciones (cuya lista se hallará al final de la obra) y bajo las restricciones -benéficas- de programas cuya problemática yo no había escogido. Me han permitido expresar una de mis más antiguas preocupaciones como profesor de filosofía, respecto de la poca atención que se prestaba en nuestra disciplina a cuestiones concernientes al plano jurídico, en comparación con el interés que se tenía por cuestiones relacionadas con la moral y la política. Esta negligencia resulta aún más asombrosa por ser relativamente reciente. La República de Platón está tan ligada a la cuestión de la justicia que la tradición ha convertido esta idea en subtítulo del célebre diálogo. En cuanto a Aristóteles, realizó en sus Éticas un análisis detallado de la virtud de la justicia. En la alborada de los tiempos modernos, las teorías contractualistas del vínculo social se asocian con las teorías del derecho natural. Las filosofías de Hobbes, Maquiavelo y Adam Smith no son teorías políticas sino en la medida en que proponen una explicación del origen y de la finalidad del derePage 8cho. Leibniz y Kant componen tratados expresamente consagrados al derecho. ¿Y cómo no evocar los Principios de la filosofía del derecho de Hegel, que con frecuencia han apuntalado las reflexiones de los filósofos profesionales de mi generación acerca de la secuencia moral-derecho-política? Aun así, el principal objeto de nuestra preocupación era el lazo entre la ética y la política, en desmedro del status específico de lo jurídico.

¿Cómo explicar esta negligencia tan generalizada? El escándalo producido por el desencadenamiento de la violencia durante el espantoso siglo veinte explica en gran medida este ocultamiento de la problemática jurídica por medio de aquello que, generalizando, podemos calificar como lo ético-político. No obstante, este ocultamiento atenta contra las disciplinas aludidas, en la medida en que la segunda culmina en la cuestión de la legitimidad del orden por el cual el Estado se opone a la violencia, aunque sea al precio de aquella otra violencia de la cual surge el poder político mismo y cuyos estigmas aún exhibe: ¿el fracaso del Terror no tendría nada que ver con la incapacidad de la Revolución Francesa para estabilizarse en una constitución que habría garantizado su perennidad? ¿Y la filosofía política de Hegel no se anuda con la cuestión de la constitución? No obstante, si hemos eludido el problema de la legitimidad del orden constitucional que define al Estado como Estado de derecho -como lo he hecho en algunos textos reunidos en Lectures I autour du politique-, ¿no es porque, en vez de demorarnos en torno del topos de la filosofía hegeliana del derecho, hemos mirado desde el ámbito de la filosofía de la historia que, en el texto de Hegel, continúa su teoría del Estado, cuando no existe régimen constitucional para poner coto a las relaciones violentas entre Estados que se plantan en el escenario mundial como grandes individuos violentos? Traspuesto el umbral donde la filosofía de la historia retomaba la problemática del derecho, la dramaturgia de la guerra reclamaba toda nuestra energía intelectual, al precio de la reiterada confesión de que en principio el mal político era incomprensible. Estoy lejos de deplorar, y mucho menos de reprobar, este obstinado regreso al problema eminentemente histórico del mal político, puesto quePage 9 yo mismo he contribuido a ello.1 Con el propósito, pues, de resistir contra una inercia alentada por el espíritu de la época, me impuse hace algunos años la tarea de ser derecho con el derecho, de hacer justicia a la justicia. Mi encuentro con el IHEJ (Institut des Hautes Etudes pour la Justice) fue determinante en este sentido. He abordado la cuestión de lo injusto y de lo justo en el plano donde la reflexión sobre lo jurídico corría menos riesgo de ser prematuramente asimilada por una filosofía de lo político, a su vez atrapada por una filosofía de la historia, a su vez acechada por el tormento despiadadamente fomentado y sostenido por la aporía del mal político. En la Ecole National de la Magistrature encontré, en efecto, lo jurídico bajo la figura precisa de lo judicial, con sus leyes escritas, sus tribunales, sus jueces, su ceremonia del proceso y, por último, el pronunciamiento de la sentencia donde se dice el derecho en las circunstancias de una causa, de un caso eminentemente singular. Así llegué a pensar que lo jurídico, aprehendido bajo los rasgos de lo judicial, ofrecía al filósofo la ocasión de reflexionar sobre la especificidad del derecho, en su lugar propio, a medio camino entre la moral (o de la ética: el matiz que separa las dos expresiones no importaba en este estadio preliminar de nuestra reflexión) y de la política. Para dar un sesgo dramático a esta oposición entre una filosofía política donde la cuestión del derecho es ocultada por el acecho de la indómita presencia del mal de la historia, y una filosofía donde el derecho sería reconocido en su especificidad no violenta, sugiero que la guerra es el tema acuciante de la filosofía política, y la paz el de la filosofía del derecho. En efecto, si el conflicto, y por tanto la violencia, es ocasión de intervención judicial, ésta se deja definir por el conjunto de dispositivos por los cuales el conflicto se eleva al rango de proceso, el cual se centra a su vez en un debate de palabras, y cuya incertidumbre inicial se resuelve al fin por medio de una palabra que dice el derecho. Existe pues un lugar de la sociedad -por violenta que ésta sea, por origen y por costumbre- donde la palabra prevalece sobre la violencia. Por cierto, las partes del proPage 10ceso no salafi apaciguadas del recinto del tribunal. Para ello sería preciso que se reconciliaran, que recorrieran hasta el final el camino del reconocimiento. Como se dice en la conferencia dictada en el Tribunal Supremo y titulada sencillamente "El acto de juzgar", la finalidad inmediata de este acto es zanjar un conflicto -es decir, poner fin a la incertidumbre-, y su finalidad mediata es contribuir a la paz social, es decir, en definitiva, a la consolidación de la sociedad como empresa de cooperación, al amparo de pruebas de aceptabilidad que excedan el recinto del tribunal y pongan en juego aquel auditorio universal invocado por Perelman.

Por cierto, no deseo ser presa de la dramatización retórica que opone la problemática política de la guerra a la problemática jurídica de la paz; yo sugeriría, de manera más sutil, la idea de una prioridad cruzada entre las dos problemáticas: ¿acaso la paz no es también el horizonte último de lo político pensado como cosmopolítico? ¿Y acaso la injusticia, y en definitiva la violencia, no es también la situación inicial que el derecho procura trascender, sin lograrlo, como se dirá en el ensayo consagrado al porvenir de la "sanción" y a los sinsabores de la "rehabilitación"?

II

El hecho de que el destino pacífico de lo jurídico, al cual lo judicial brinda una particular visibilidad, sea en cierto modo tan originario como la tendencia a la violencia exhibida por el mal político, me parece manifiesto -y aunque esto diste de ser una prueba, no deja de ser un síntoma elocuente- en el testimonio de nuestra memoria, cuando ésta se esfuerza por renovar el vigor de nuestros primeros encuentros con la cuestión de lo injusto y lo justo. Es adrede que nombro lo injusto antes que lo justo, como a menudo lo hacen, y de modo visiblemente intencional, Platón y Aristóteles. ¿Acaso nuestro ingreso en la región del derecho no estuvo signada por la exclamación "Es injusto"? Esta exclamación expresa una indignación cuya perspicacia es a veces desconcertante, en comparación con nuestros titubeos de adultos consagrados aPage 11 pronunciarse sobre lo justo en términos positivos. La indignación, de cara a lo injusto, anticipa aquello que John Rawls denomina "convicciones sopesadas", cuya participación no puede ser recusada por ninguna teoría de la justicia. Recordemos las situaciones típicas en que se inflamaba nuestra indignación. Por una parte, estaban aquellas distribuciones desiguales que encontrábamos inaceptables (el modelo del reparto de la torta en partes iguales, modelo que quizá nunca dejó de cautivar nuestros sueños de distribución justa, es inconducente en la problemática de la teoría de la justicia). Por otra parte, estaban las promesas incumplidas que por primera vez destruían nuestra inocente confianza en la palabra sobre la cual, aprenderíamos después, reposan todos los intercambios, todos los contratos, todos los pactos, y además estaban aquellos castigos que nos parecían desproporcionados respecto de nuestras faltas, o los elogios que veíamos otorgar arbitrariamente a otros, en síntesis, las recompensas no merecidas. Recapitulemos estos motivos de indignación: retribuciones desproporcionadas, promesas traicionadas, repartos desiguales. ¿No vislumbramos de...

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