100 dias despues del 11 de Septiembre de 2001.

AuthorAuger, Iván

Antes de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el pensamiento predominante se felicitaba porque la gallina ponía más huevos de oro; después, prevalece la inquietud por la salud de la ponedora. Se insiste en que no se trata del choque de civilizaciones anunciado por Huntington, materia en que hay un alto nivel de consenso, y que la causa inmediata de los atentados no es el islam sino la manipulación con fines políticos de esa religión. Se sostiene que, si bien es demasiado temprano para saber si se inicia una nueva era, a lo menos se abren nuevas posibilidades, en las que se distinguen dos cosmovisiones: 1) la de los liliputienses, desde los socialdemócratas europeos a los gobiernos de los países en desarrollo, que creen que el mundo se hizo más pequeño y que la solución pasa por la seguridad colectiva y el internacionalismo, y 2) la de Gulliver, representado por la nueva derecha norteamericana, que piensa que cambió el mundo y acepta que la seguridad de todos depende de la superioridad militar de Estados Unidos. Los primeros tuvieron la vara alta en un comienzo y los segundos recuperaron la voz después de la victoria militar A 100 días de los atentados ese conflicto no está resuelto y, como lo demuestra la historia, no es seguro que la razón se imponga a lo menos en el corto plazo.

AL MENOS SE ABREN NUEVAS POSIBILIDADES

Los ataques terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, del 11 de septiembre de 2001, han sido los más mortíferos cometidos por autores no gubernamentales, desde que el concepto de terrorismo se incorporó al léxico político durante la Revolución Francesa.

En este caso, además, los terroristas lograron con creces su objetivo: crear terror. Y lo lograron, porque sus ataques fueron transmitidos en vivo y en directo por una televisión con alcance casi mundial; y así fuimos testigos de la demolición de las Torres, en cuatro actos terroríficos.

A ello siguió la desaparición del gobierno de las cámaras de televisión, en un país en que, a lo menos, los voceros de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono conversan diariamente por alrededor de dos horas con la prensa (se trasmite por TV) y que, en casos de crisis, son reemplazados por subsecretarios, ministros, generales e incluso el Presidente o el Vicepresidente.

En el trasfondo había actores tan difusos que no eran identificables ni ubicables y, por consiguiente, más temidos. El proceso continuó con los hasta ahora misteriosos atentados con ántrax en piezas de correo. Así, de súbito adquirimos conciencia acerca del significado de los conceptos de la amenaza y guerra asimétricas. Desde entonces, el mundo se nos hizo tan pequeño que hasta los más poderosos parecen vulnerables. En otras palabras, la globalización se transformó en una pesadilla.

Para la mayoría de los observadores esos acontecimientos constituyen un día histórico, el verdadero inicio de un muy distinto siglo XXI. Para otros, como el canciller mexicano Jorge Castañeda, sólo son un cambio del estado de espíritu de los Estados Unidos y no un corte en la historia del mundo, como lo fue la caída del Muro de Berlín. Para los huérfanos del comunismo, que incluyen tanto a los nostálgicos como a los anticomunistas no renovados, entre los que destacan influyentes neoconservadores de la administración Bush, nada ha cambiado y los Estados Unidos siguen o deberían seguir actuando como la única superpotencia sobreviviente. Es decir, sin los contrapesos ni las limitaciones que son propias de la seguridad colectiva. Finalmente, para quienes tienen diagnósticos apocalípticos, es simplemente una nueva demostración de que nos hundimos en el caos y de que no tenemos escapatoria.

El gran problema es que lo que llamamos un hito histórico no es lo que ocurre en las 24 horas del 11 de septiembre recién pasado, sino lo que acontece a continuación, como consecuencia de una cadena de reacciones, que al ser el resultado de una conmoción, son siempre confusas y contradictorias, a lo menos en un comienzo.

Muchas veces incluso nos hemos equivocado al calificar un acontecimiento de histórico. Recordemos que don Miguel de Cervantes dijo, por ejemplo, después de ser herido en la batalla de Lepanto, que esa lesión, aunque parezca fea, la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros. Y esas palabras representaron el sentir público de ese momento. No obstante, la victoria de la Cristiandad sobre el Imperio Otomano en la batalla de Lepanto no fue decisiva. Si hasta parece ser más recordada por la participación y consecuencias que tuvo para Cervantes.

En todo caso, lo más posible es que el legado de este 11 de septiembre no se limite para los hispanohablantes a la incorporación de dos vocablos al español castizo: ántrax como sinónimo de carbunclo y talibán como sustantivo singular, pese a ser plural en su idioma de origen. Si bien no es seguro que estemos ante el inicio de otra época, a lo menos se abren nuevas posibilidades. El desenlace no dependerá exclusivamente de lo que ocurra entre los círculos gobernantes de Washington, sino de la forma en que se asiente la relación entre los liliputienses y el Gulliver norteamericano.

Por supuesto, hay diferencias desde la partida. Los primeros piensan que los atentados terroristas cambiaron a los Estados Unidos, que habría comprendido que la seguridad sólo puede ser común, es decir, fundada en las organizaciones, los tratados y las instituciones internacionales. Son encabezados por los socialdemócratas europeos, Moscú, Beijing y, en nuestra representación, Nueva Delhi y Brasilia (y, al menos moralmente, por el presidente Lagos).

Entre los segundos, la nueva derecha que domina al partido republicano norteamericano cree que lo que cambió fue el mundo y éste ahora aceptaría que la seguridad de todos se basa en la superioridad militar de los Estados Unidos. Sólo disentirían de esto los terroristas y quienes les dan abrigo.

LA GALLINA PONDRÍA MÁS HUEVOS DE ORO

La etapa que parece haberse cerrado el 11 de septiembre comenzó oficialmente con la demolición del Muro de Berlín en noviembre de 1989. Los atentados que nos preocupan, sin embargo, tienen raíces muy específicas en la guerra fría. Recordemos que una de las últimas batallas de ese conflicto fue la guerra de Afganistán, en la que fueron derrotados los soviéticos y sus aliados modernizantes. Lo fueron, gracias a la combinación de los guerreros santos de las tribus afganas; de una legión extranjera de integristas musulmanes -entre ellos bin Laden-; del apoyo logístico de Pakistán, donde la religión mahometana define a la nacionalidad, y del financiamiento de Arabia Saudí, que hace del wahabismo -una interpretación extremista del islam- su Constitución. El director de esa orquesta fue Washington y el resultado fue un Vietnam propio para los soviéticos.

Ese conflicto fue parte de la política exterior de los Estados Unidos durante la guerra fría, cuando fueron reclutados gobiernos e insurgentes dispuestos a luchar contra el comunismo, sin preocuparles si eran retrógados o autoritarios. En el caso del mundo árabe y musulmán, fueron autócratas presuntamente modernizadores, como el Sha de Irán o Sadam Hussein en sus primeros años; regímenes tradicionalistas y profundamente reaccionarios, como las monarquías de la península arábiga; dictaduras militares ultraconservadoras, como Indonesia o Pakistán, o fanáticos mahometanos dispuestos a luchar sin cuartel contra el comunismo ateo, como los grupos recién mencionados para la guerra de Afganistán.

En ese contexto, hubo una explotación política del islam como religión, tanto por lo que se llamaba el mundo libre, que encabezaban los Estados Unidos, como por los regímenes autoritarios de los países árabes y musulmanes. La caída del Sha, que no utilizó esta herramienta, reforzó la manipulación política de la religión por los gobiernos de la región.

Al terminar la guerra fría, entre otras cosas por la victoria en Afganistán, los Estados Unidos proclamaron un final muy feliz de la historia. La democracia del capitalismo empresarial norteamericano pasaba a ser el único sistema viable. Esa situación fue confirmada por el éxito de las armas estadounidenses en la guerra del Golfo Pérsico, uno de cuyos legados fue el establecimiento de una de sus bases militares en Arabia Saudí, otra de las raíces de los atentados del 11 de septiembre.

Con todo, los norteamericanos tuvieron, casi de inmediato, un bajón como consecuencia de problemas económicos. Algunos pensaron que Alemania, Japón y Corea eran quienes verdaderamente habían ganado la guerra fría, con un capitalismo fundado en la asociación entre el capital y el trabajo, es decir, domado por la socialdemocracia o el desarrollismo y, por tanto, distinto del suyo.

Pero se repusieron rápido, gracias a un crecimiento económico extraordinario durante la administración Clinton, que llevó a muchos a pensar que se habían superado los ciclos en las economías de mercado y que de las crisis eran sólo responsables quienes no se atenían a la muy científica ortodoxia neoclásica.

Los privilegiados de la Tierra, uno de cada cinco habitantes, se congratularon y proclamaron que la gallina pondría más huevos de oro, debido a una presunta nueva economía. La receta era muy simple: confiar ciegamente en la magia de la mano invisible del mercado. Aunque con más de alguna limitación en el mundo desarrollado, ella traería el bienestar general.

La función principal de los gobernantes era proteger a la ciudadanía de la insaciable voracidad económica de las burocracias estatales, mantener los equilibrios macroeconómicos y dejar trabajar al empresariado. Así la economía, o más bien el mercado mundial, se transformaba en el amo de todas las cosas, en el árbitro de toda cultura, como ya lo dijo Jacques Attali en 1990, y suprimía totalmente la función de mediación de la política.

Esto, de nuevo, con ciertas...

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